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José Lezama Lima | PERSONAJES DEL SIGLO XX | PERFILES

El peregrino inmóvil

José Lezama Lima (1910-1976), poeta universal del siglo XX cubano, apenas habitó dos casas en 66 años y sólo viajó tres veces al extranjero -de niño, a Estados Unidos, y de adulto, a México y Jamaica-. Al recordarlo, desde la admiración, no puedo dejar de preguntarme si será cierto que a la hora de sentarnos a relatar la historia de nuestros pueblos huérfanos, al menos las versiones emocionales de lo sucedido, la contundencia de la "verdad" resulta más importante que la vibración del "mito". La vida y la obra de Lezama logran un equilibrio en apariencia imposible: desde el descubrimiento mismo de su vocación literaria, hechizo que habría de convertirlo en su propio talismán, su ídolo, el escritor Lezama Lima enclaustró al hombre José entre cuatro paredes de verbos y sonoridades; esa sumisión, sin embargo, fue estímulo suficiente para realizar la hazaña de proponernos un mundo tan deslumbrante como real, una Cuba, una Habana, un espacio donde la imagen debía adelantarse a los hechos, en la convicción de que la poesía también era carne en el banquete sensorial de lo que aún llamaban patria, sin sobredosis política. La primera vez que cruzó el horizonte (esa cruel frontera de las ínsulas, por donde llegan o salen nuestras desgracias) fue en 1918, y por una corta temporada, porque la mala suerte les cortaría el paso en una bahía de aguas profundas. Su padre, el coronel José Lezama Rodda, oficial de academia, moriría en Pensacola, Florida, a la altanera edad de 33 años. Desde esa traumática experiencia, Lezama tendría pánico a salir de la isla; en heroica consecuencia, decidió entonces cargarse el mundo en los bolsillos. Lejanía y tragedia serían las dos cartas más temidas de su tarot personal. "El único viaje que me tienta será el que emprenda saltando como un conejo de constelación en constelación", me dijo en la sala de su casa, mientras la noche nos invadía, y no pude evitar una sonrisa al recrear la escena contra la pantalla de la luna.

Admiraba al escritor "que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario"
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"Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías", diría en otra ocasión al novelista argentino Tomás Eloy Martínez: "Casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis bronquios; y, además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viajo: por eso resucito". De regreso a la isla, el niño Joseíto (así le llamarían siempre las muchas mujeres que pastorearon su vida) fue a vivir al mejor de los sitios posibles: en la mansión marcada con el número 9 del paseo del Prado. Allí leería a Cervantes, a Platón y a Goethe, tres de los dioses que habrían de acompañarlo siempre. Por entonces, Cuba se está inventando a sí misma. La Habana se menea. Nuestra corta experiencia republicana se estremece de sorpresa en sorpresa. Un habanero sonriente arrebata el trono del ajedrez a un filósofo alemán, tres santiagueros ponen a medio mundo a cantar sones, los estudiantes aprenden a protestar en las plazas públicas, un camagüeyano edita Sóngoro Cosongo, las prostitutas francesas pretenden reinar entre mulatas y, en prueba de amor, los chulos se matan a tiro limpio a la salida de los bares. Un refrán amargo atestigua que la alegría dura poco en casa del pobre. En 1929, todo espejismo de prosperidad se vino abajo por crisis mundial del capitalismo y la madre de Lezama tuvo que mudarse con sus hijos al hombro a una vivienda más humilde, a dos cuadras del Prado: Trocadero número 162 -"en la acera de enfrente de las rameras prodigiosas"-.

Trocadero número 162 era una casa a pie de acera con un pe-queño patio interior, dos cuartos enanos, una cocina manchada por los humos del kerosén, un oscuro comedor y una sala luminosa que se abría a los pregones de la calle por una ventana de hojas anchas. Le-zama instauró allí su reino personal, la fortaleza que habría de abrigarlo ante el desencanto y las ráfagas de la soledad. Un ejército de mujeres cuidaría de él, día tras día y noche tras noche: la madre, Rosa Lima Mercado; la nodriza Baldomera; sus hermanas, Rosa y Eloísa; su esposa, María Luisa Bautista. Ellas eran sus guardianes. Sus defensoras. A manera de escudos de armas, los cuadros comenzaron a dignificar las paredes. Los libros invadían la estancia. Rodeado de Habanas y habanos, envuelto en el humo de su leyenda, el poeta pisaba sobre la alfombra de las carátulas e iba apisonando los libros en el suelo, como patea un balón el elefante del circo. Escribía a mano sobre una tabla que coloca-ba entre los brazos de un butacón enorme. Una tabla de maderas cru-das donde (si no me equivoco) se leía el logotipo de una marca de cerveza. Las cuartillas garabateadas caían al piso, otoñales. El fuego consumía el tabaco en el cenicero y, a medida que la ceniza ganaba en longitud, el puro perdía equilibrio e inclinaba la balanza hacia la punta de la embocadura ensalivada. Así lo recuerdo, descifrando los complicados jeroglíficos de su poética monumental sin pedirle nada a nadie, salvo a Dios (¿será?), para que el asma no viniera a romper el mágico momento en que sus delirios encontraban las palabras justas con las cuales debía elaborar una particularísima y de nuevo indescifrable revelación. Presumía de tres tesoros en la sala: un busto de José Martí, un búfalo de jade y una limosnera argelina. Debe ser un disloque de mi memoria, pero aquella casa siempre me olió a barbería. Lezama no encajaba en ninguna de las categorías más contagiosas de lo cubano. Abogado de carrera, nunca fue músico ni bailarín ni boxeador ni pelotero ni abakuá ni tiratiros ni buen amante ni alardoso ni experto en dominó ni borracho ni bromista ni mira huecos ni sandunguero ni comecandela ni mujeriego. Sólo poeta, un oficio devaluado. De joven, era un notable caminador. Los amigos lo evocan por las calles de libreros (Obispo, por ejemplo, La Manzana de Gómez), marcando el paso al ritmo de los ahogos del asma. Aquellas excursiones por los laberintos de la vieja ciudad se fueron espaciando poco a poco, a medida que la realidad le iba dejando de interesar y prefería refugiarse en un mundo, el suyo, donde se sentía a gusto, dominante y, en lo que cabe, temerario; un universo conformado a partir de la lectura, la sabiduría y la resignación. "He recordado mucho, hasta convertirla en vivencia, la frase de Nietzsche en el Zaratustra 'el desierto está creciendo'. Qué frase para los tiempos que corren", confiesa a su hermana Eloísa en una carta de 1963: "Es el desierto, el desierto que crece indeteniblemente. (...) Si no hay libertad, no hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad, no puede haber verdad". El 1 de enero de 1966 ("por la mañana, con menos frío") pone al correo otra carta, ésta para su hermana Rosita: "Yo vivo en la eternidad, en lo que queda al pasar por el espejo. Precisamente lo que no tengo es lo que poseo, el latido de la ausencia... Dicha grande decía en su diario Martí. Sufrir tiene también su dicha, es como si nos desgajásemos y apareciese el ramaje nuevo". Si antes visitaba a los amigos, de casa en casa, desde mediados de los sesenta cambió de estrategia y comenzó a preferir que los amigos fueran a él, por él, un recurso que le permitía filtrar los afectos, depurarlos, elegirlos. A lo largo de su sedentaria existencia, Lezama fue engordando con tanta progresión que, camino a la muerte en el hospital Calixto García de La Habana, los enfermeros debieron sacar la camilla por esa única ventana, pues, se dice, el poeta no cabía por la puerta. Había llegado La Hora o La Mudada, como a él le gustaba decir; con cierto tiempo de antelación, tuvo a bien elegir la frase que, tallada en mármol, alumbraría su tumba: "El mar violeta añora el nacimiento de los dioses, / porque nacer es aquí una fiesta innombrable".

La fiesta era la eternidad; la ausencia, otro (re)nacimiento. En el segundo mismo de su muerte, comenzó su resurrección, su multiplicación. El fantasma del poeta que mejor entendió los misterios de una Cuba desarraigada y raigal, improvisada y profunda, vuela libre entre los espejos de la gran literatura. Destella equívocos. Los que tuvimos la dicha de conocerlo, y adorarlo, nos fuimos robando una a una sus muchas imágenes posibles. Las secuestramos. En este caso, quiero pensar por consuelo, el saqueo es homenaje. Esa dispersión de sus reflejos debe ser una broma que Lezama ideó risa a risa desde su diminuto claustro habanero, como un duende travieso que decide dejarnos en herencia una enorme confusión. La confusión puede ser un camino hacia la claridad o la transparencia. Los extremistas políticos hoy se disputan su reclutamiento y tiran de su cuerpo hacia la izquierda o hacia la derecha, con idéntico desparpajo. Para unos fue una víctima; para otros, un héroe. Un perseguido o un adelantado. Un ermitaño o un maestro. Un poeta oscuro, un hombre lúcido. Un demonio bueno. Un demonio malo. ¿Paradiso o Infierno? ¡Mío! ¿Tuyo? No: nuestro. Quizás la verdad más cercana a la verdad sea la suma de todos esos malentendidos. Una vez le preguntaron qué era lo que más admiraba en un escritor: "Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia", dijo Lezama: "Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario. Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y que se aleje por repugnancia". Tal vez ése sea su mejor retrato.

La poesía como principio y fin

El escritor José Lezama Lima (Campamento de Columbia, La Habana, 1910-La Habana, 1976) estudió Derecho en la capital cubana, donde participó en las manifestaciones contra el régimen machadista. Dirigió el departamento de Literatura del Consejo Nacional tras la Revolución castrista. Poeta, ensayista y novelista, fundó la revista Verbum (1937) y estuvo al frente de Orígenes. Su obra poética se inició con Muerte de Narciso (1937) en la que mostraba una gran originalidad metafórica, aunque fue Enemigo rumor (1941) la obra que más influyó en la sensibilidad cubana. Sus novelas Paradiso y Oppiano Licario muestran el universo barroco del autor y la brillantez de su escritura.

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