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PERSONAJES DEL SIGLO XX | Yukio Mishima | PERFILES

El suicida serial

Violentamente vivo: aun después de muerto -su cadáver decapitado y a medio destripar, las cámaras encima como buitres-, así solía lucir Yukio Mishima. "La mayoría de los escritores", confió a algún editor, "son personas normales que se conducen como perturbados, y yo, que me comporto como una persona normal, estoy enfermo del alma".

Muy rara vez pasó de los 49 kilos. Fue, desde muy pequeño, puntual hazmerreír de sus condiscípulos: débil, torpe, cobarde, pequeño, acomplejado. Y ciertamente nunca, ni antes ni después, amenazó siquiera con semejar una persona normal. Mimado por la abuela posesiva y achacosa, perseguido más tarde por un padre resuelto a combatir su devoción creciente por la escritura, el niño Kimitake Hiraoka llegó a la adolescencia -para, según sus detractores, ya no salir de ahí- listo para esconderse tras del seudónimo que le permitiría convertirse, rauda e impunemente, en estrella de la literatura: Mishima, Yukio.

Hoy, cuando la palabra 'kamikaze' puede paralizar un aeropuerto, una ciudad o un país, las obsesiones más oscuras de Mishima ganan de pronto vida, cuerpo y vigencia
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Si Hitler fue el primer rock star de la historia, Mishima es el genuino superstar de la novela. Por más que Jean Genet no cesara jamás de contraer nuevos hábitos, mañas y actas judiciales, nadie antes de Mishima fue tan lejos en el empeño de fundir vida y obra, cuerpo y alma, ficción y terrorismo, acciones y palabras, incluso audio y vídeo en un solo proyecto. Mientras otros gastaron fortunas en efectos especiales, a él le bastó con verse consecuente hasta el último extremo.

"Para que yo pueda levantar mi rostro al sol es necesario que sea devastado el mundo entero", dice para sí mismo el joven tartamudo Mizoguchi, no bien ha sido ridiculizado por Uiko, la chica acaudalada, hermosa y arrogante de El pabellón de oro. Por eso no le basta con desearle ardorosamente la muerte, y luego atestiguarla con fruición: es preciso acabar con toda la belleza de este mundo. Hasta la última orilla, hasta el supremo incendio, hasta el final del todo y de la nada, hasta que cada uno de los que un día se burlaron caiga presa de alguna trágica estupefacción.

Un mórbido erotismo, dicen, no sin fascinación, algunos de sus críticos cuando hablan de un estilo temprano e inquietante donde, más que escribir ficción, realiza "una vivisección" de su persona, entregado a una lujuriosa mística por las palabras y enfebrecido por cierta hambre de acción. Ya a los 20 años le escribe a Yasunari Kawabata, de entonces hasta siempre su sensei: "¿Y no llegará el momento en que me veré enfrentado a la dolorosa decisión de realizar, fuera de la literatura, mi visión fatalista de la literatura?". Acaso lo asombroso de Yukio Mishima no es tanto que se trace una rígida línea a seguir, sino que, cuando menos en apariencia, no desista un segundo en obedecerla, ni se aparte un milímetro del camino trazado.

A Mishima le avergüenza escribir, por más que lo haga compulsivamente. Preferiría, como todo pundonoroso kamikaze, pasar sin papeleos a la acción. De ahí que, no bien se propone "marcar a la literatura con el sello candente del espíritu de su época", se duele por tener que limitarse a "cantar con la calma impávida de un idiota los instantes absurdos y vertiginosos que componen las páginas de nuestro tiempo". Pero tiene un proyecto: si antes todos creyeron que era débil, llegará el día de poner a prueba su inusitada fuerza. No basta con tenerlo todo en la vida; hay también que destruirlo. Ir más lejos que nadie, y sólo después de eso mirar de frente al sol.

Para la opinión pública del siglo XX, la historia de Mishima se resume en el miércoles 25 de noviembre de 1970: fecha del haraquiri más famoso del siglo pasado (así decía Mishima: hara-kiri -literalmente, corte de vientre-, por más que otros prefieran el término exquisito que define el ritual entero, decapitación incluida: seppuku). Hoy, cuando la palabra kamikaze puede paralizar un aeropuerto, una ciudad o un país, las obsesiones más oscuras de Mishima ganan de pronto vida, cuerpo y vigencia. Muchos años antes de fotografiarse parodiando la imagen del san Sebastián de Guido Reni, con todo y flechas, el adolescente Mishima había tenido su primer orgasmo frente al cuadro: torcido de lascivia, sediento de suicidio.

"Nunca tanto como hoy se le ha reprochado a la literatura estar 'sin ilusiones', y nunca el peligro de ilusionarse con esta 'falta de ilusiones' ha sido tan grande", le escribe a Kawabata, y años más tarde abunda: "No deseo leer esta literatura de burgués civilizado". Es comprensible, pues, que aun vestido de gentleman acuse: "En una época en que los casos de neurosis aumentan de manera espectacular, me parece que la energía de los locos sobrepasa de lejos a la de la gente de letras. La novela (quiero decir, la novela moderna) ¿ha llegado, siquiera una vez, a producir simultáneamente ese doble efecto?".

Vehemente, cáustico, arrogante, malcriado, egoísta, narciso, autoritario, Mishima contradice su condición escuálida obteniendo altos grados en artes marciales y posando para revistas de cultura física, mas ni su misma fama de actor y extravagante lo librará de la vergüenza omnipresente. En agosto de 1969 escribe: "Hace cuatro años que a pesar de las burlas me dedico a preparar, lenta pero firmemente, la llegada del año 1970. (...) Es la primera vez en mi vida que invierto tantos esfuerzos físicos y mentales, y tanto dinero, en un movimiento concreto". Es, ciertamente, un plan irreal, mas Mishima se muestra implacable como skinhead a lomos de anfetamina: "Nada detesto tanto en el mundo como las caras gordas de los realistas con anteojos".

Tenno heika banzai -"larga vida al emperador"- gritarían al unísono los cuatro miembros de la Sociedad del Escudo pasado el mediodía de aquel 25 de noviembre, luego de que su jefe, con 45 años y más de un centenar de títulos publicados, fracasara escupiendo una arenga patriotera a algo más de 800 soldados presentes, de los cuales muy pocos lo bajarían del grado de cabrón. Después vendría la historia tantas veces contada: Mishima que se corta dos pulgadas de vientre, Masaketsu Morita -lugarteniente y ejecutor- que le propina tres sablazos fallidos entre cuello y espalda-, Furu-Koga -uno de los tres miembros obligados por el jefe a sobrevivir- que con toda destreza decapita a uno y otro, los discípulos que aprovechan para sollozar antes de que los vean y arresten los soldados, las cabezas que yacen simétricas sobre el tapete.

Acosado por sus fantasmas menos reductibles, Mishima escribe, a meses de su próxima inmolación: "Cada gota de tiempo que se escurre me parece tan preciosa como un trago de buen vino, y ya he perdido casi todo interés por la dimensión espacial de las cosas. Este verano iré de nuevo a Shimoda con toda mi familia. Espero que sea un bello verano".

No son tales, se entiende, las palabras de un hombre violentamente vivo, sino las de un cadáver apremiante: protagonista de una novela que cruza ya la línea del desenlace. Con tan escasas hojas blancas por delante, el suicida serial apela a su quehacer de novelista para hacer estallar la conclusión triunfante: "Ahora que establecí mi plan, creo que voy a comenzar a redactar ese final".

Marguerite Yourcenar,

Una vida intensa

Yukio Mishima (1925-1970). Escritor y activista político y cultural japonés. Intentó enrolarse en el Ejército imperial durante la II Guerra Mundial, pero fue rechazado. Al acabar la guerra trabajó durante varios años en el Ministerio de Finanzas, pero el éxito de su primera novela, Confesiones de una máscara, le permitió dedicarse enteramente a la literatura. Destacan entre sus otras obras El templo del pabellón dorado y El mar de la fertilidad. El 25 de noviembre de 1970, junto con compañeros del pequeño ejército privado que había fundado, toman al asalto un cuartel y exhortan a las tropas a rebelarse, tras lo cual Mishima se suicida siguiendo el ritual del seppuku, eviscerándose con su espada.

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