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Tribuna:Viajes
Tribuna
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Un paraíso pagano

No es fácil llegar hasta el paraíso. Pero ¿dónde está? La leyenda dice que Shangri-La está en el valle de Hunza, al noroeste de Pakistán, país hecho a medida para los musulmanes de la antigua India. Pero esa región, idílica sin duda, es barrida de tanto en tanto por los enfrentamientos entre shiíes y suníes, seguidores de las dos grandes tendencias del Islam, que tienden a dirimir sus diferencias religiosas a balazos. No. El paraíso está en el noroeste de Pakistán, en la frontera con el Afganistán de los talibanes, es un oasis pagano y se agazapa en tres pequeños valles en el que sobreviven los kafires, los "infieles", también llamados kalash, que quiere decir "hombres negros", por el color de su vestimenta tradicional.El origen de este pueblo politeísta es incierto y está rodeado de un halo legendario. Rudyard Kipling cayó en su hechizo y escribió un relato sobre los kafires que, a su vez, fascinó a John Huston, obsesionado durante años con esta historia hasta que consiguió convertir a Michael Caine y Sean Connery en protagonistas de El hombre que pudo reinar (1973). La teoría más extendida, dudosa pero sugerente, afirma que los kalash, como ellos prefieren que se les llame, son descendientes de las huestes de Alejandro Magno que se casaron con mujeres persas y se dispersaron por esta región boscosa de Afganistán y Pakistán. Esta teoría está avalada por el origen indoeuropeo de sus lenguas; por la existencia de un panteón de dioses que algunos comparan con el Olimpo griego; por sus deportes, como la lucha y el lanzamiento de peso; por su música, el vino y sus rasgos étnicos: es fácil ver kalash de pelo y piel claros y ojos verdes o azules.

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Estos clanes se extendían por la región afgana de Kafiristán ("país de infieles") hasta que un emir de finales del siglo XIX decidió convertirlos al Islam por la fuerza y cambió el nombre de la región por Nuristán ("país de la luz", es decir, de los que han visto la luz de Alá). Hoy sólo quedan unos tres mil kafires en Bumburet, Rambur y Birir, tres valles perdidos de Pakistán. Están acosados por el turismo, ínfimo pero creciente, y por los musulmanes pakistaníes que propagan los llamamientos del muecín.

Llegar a estos pueblos de difícil acceso supone todo un choque para el viajero. Hay que salir de Peshawar, abandonar los territorios tribales de los pathanes, orgullosos de su Kalashnikov al hombro y la artillería que sea menester bajo el shalwar kamiz, el atuendo nacional pakistaní, y acceder al valle de Chitral, presidido por el imponente Tirich Mir (7.690 metros), el pico más alto y uno de los mayores desafíos de la cordillera del Hindu Kush. Sólo hay dos maneras de llegar a Chitral: a bordo de un Foker que, cuando el tiempo lo permite, supera raspando los tres mil y pico metros del Lowari Pass, o atravesando este paso de montaña a bordo de un automóvil con tracción en las cuatro ruedas. Si el avioncito, cuyos pasajeros portan sus pertenencias en alforjas de camello, es una vía temeraria, todo el panteón kafir es insuficiente para velar por el viajero que decide entrar en Chitral por tierra, sobre todo si el conductor local ignora todo lo concerniente a las marchas reductoras mientras atraviesa un glaciar y tiene la costumbre de pisar el freno en curvas cubiertas de hielo y bordeadas por precipicios.

Con el permiso del superintendente de Chitral en el bolsillo, el camino hacia los kafires abandona los poblados que salpican el valle como por obra de un belenista megalómano. De pronto, el viajero se escapa de la vigilancia del Tirich Mir y el camino se interna por una gigantesca solapa de roca, invisible a simple vista: es la puerta al Kafiristán. La pista asciende lentamente por una vía horadada en la roca. En la pared de enfrente, otro camino es apenas un arañazo en la pared de piedra, doscientos metros por encima de un riachuelo que debe ser temible con el deshielo.

Poco a poco empiezan a aparecer rastros de una nueva cultura. Alguna figura oscura al borde de un río o una mujer kalash: vestido negro, largas trenzas, ricos tocados de conchas marinas y cascabeles en el pelo, collares de plata y coral alrededor del cuello y ¡la cara descubierta! Es el primer rostro femenino que se puede observar después de días de atravesar territorios en los que rige la ley islámica, la purdah, que atrapa a las mujeres tras las celosías bordadas de sus vestidos. Aquí el adobe se combina con la piedra en las casas, tienen vigas horizontales de madera y pequeñas piedras blancas incrustadas en sus paredes y con las que los kalash rellenan las grietas causadas por los terremotos.

Los poblados escalan las montañas y el techo de una casa se convierte en la terraza de la de encima. De pronto las pedreras de pizarra desaparecen y se desemboca en la primera población de Bumburet. El valle es un vergel apacible, sopla una brisa fresca y las casas se camuflan entre los árboles. Sólo se advierte la presencia de algunas personas junto al río, pastoreando cabras o sesteando en la penumbra. Una abuela, con su nieto en brazos, observa tranquila a los intrusos; los hombres llevan gorros adornados con flores, plumas y cascabeles; uno de ellos sonríe y ofrece flores a los recién llegados, ante la complacida mirada de un anciano milenario.

Se ha descrito a los kalash como un pueblo dionisíaco, entregado al disfrute y celebración de la vida. Celebran los ciclos de la vida, el nacimiento, el matrimonio y la muerte, las cosechas y las estaciones, hacen sacrificios de cabras y riegan con generosidad y vinos suaves sus interminables jornadas de música y danzas. A diferencia de sus vecinos del resto de Pakistán, donde los hombres lavan con sangre las supuestas manchas de honor que infligen las mujeres a sus familias, entre los kalash las mujeres pueden cambiar de marido siempre y cuando el nuevo pague al recién abandonado el doble de la dote que éste había entregado por su boda. El interior de sus casas está oscurecido por el fuego que les ayuda a soportar los rigores del invierno en el Hindu Kush. Amantes de lo bello, esculpen figuras de madera y labran los dinteles de las puertas con trazos muy simples que representan animales y cacerías. Estas escenas algo prehistóricas reflejan el paso del tiempo. Junto a los arqueros (todavía hoy los jóvenes se entregan a competir en el tiro con arco) alguien ha dibujado un helicóptero. No es el único anacronismo en este pueblo que todavía vive básicamente de la economía de trueque. Las adolescentes, con sus caras pintadas con puntos rojos o embadurnadas con una mascarilla negra, huyen despavoridas ante la visión de una cámara pero las niñas acaban pidiendo rupias por posar para el fotógrafo. Hacen cucuruchos con hojas verdes, llenos de una especie de moras verdes y las ofrecen a los intrusos. No deben ser descendientes de los griegos: son auténticas fenicias y no aceptan billetes deteriorados.

En la terraza de un hotelito precario, unos jóvenes europeos, sostienen la sonrisa plácida de quienes se saben unos privilegiados, de quienes han descubierto el auténtico paraíso, un paraíso en trance de desaparición.

Ígor Reyes-Ortiz ha publicado Crónicas caribes (El País/Aguilar, 1995).

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