Castillos hinchables
Durante las fiestas, el muelle de Ripa se transforma en un nuevo territorio comanche, un territorio donde la voluntad de los niños campa por sus respetos y los adultos, resignados, se limitan a hacer lo que aquellos quieren. El otro día visité la reserva con los infantes de rigor y, como pasa en estos casos, fueron ellos los que tuvieron una mañana extraordinaria, botando incansablemente sobre los castillos hinchables o dejándose devorar por una ballena del mismo material, una ballena que hacía la competencia exterminadora al propio Gargantúa, allí presente.
Administraban el jolgorio unas simpáticas señoritas (también había algunos señoritos) que se encargaban de los niños con buen ánimo, con sonrisas. Desde el punto de vista de los padres, era muy de agradecer. Nunca he visto trabajo tan temporal que haya sido realizado con tanta profesionalidad. En las camisetas de las chicas y en muchos otros emplazamientos lucía, omnipresente, el logotipo de la BBK. Lo cual me lleva a pensar que la célebre entidad financiera tenía algo que ver en la gestación de esa actividad para los pequeños. Ello nos lleva a proferir de nuevo ¡Gracias BBK!, como solemos hacer por navidades, cuando en la sucursal nos regalan un calendario de cocina. Castillos hinchables, calendarios, comisiones por descubierto,... La BBK hace tantas cosas por nosotros...
Por mucho que nos empeñemos, hasta el universo de los niños viene mediatizado por la economía. Pero en fiestas es mejor hacer como que no nos damos cuenta
Los curiosos artefactos de Ripa se transforman en una metáfora de esa laboriosa ocupación que supone ser padre o madre. Para empezar: trabajo a jornada completa. Para seguir: subordinación a los dictados de un desconocido que de pronto entra en tu vida y acaba por ocuparlo todo, desde el espacio doméstico hasta la Aste Nagusia. Es como si te expropiaran algo que antes tenías y que luego, con el tiempo, seguro que no recordarás.
El otro día un sol de justicia nos azotaba sobre el muelle. Los pequeños, impenitentes, subían y bajaban de los castillos hinchables, botaban sobre ellos con increíble obstinación. Se pintaban la cara, conducían karts o pedían helados. Los mayores nos limitábamos a gestionar su entusiasmo, a llevarlos aquí o allá según ellos querían, y a soportarlo todo con paciencia, con esa paciencia que sólo proporciona el instinto maternal y, en menor medida, el pobre instinto paternal.
Porque además, al contrario que las atracciones del parque Etxebarria, cuyo disfrute exige el pago de la inevitable gabela, en Ripa todas las actividades son gratuitas (¡Gracias, BBK!) con lo que ello supone dentro de las relaciones de producción y en el conjunto de la teoría del materialismo dialéctico, del materialismo histórico, e incluso del materialismo infantil, el de los niños, que es materialismo más materialista que el de Marx. La gratuidad de Ripa genera colas interminables, largos períodos de espera que apenas se compensan luego con los breves minutos de disfrute de cada una de las atracciones. En Etxebarria, en cambio, todo resulta más inmediato: uno tiene que limitarse a pagar.
Y es que, por mucho que nos empeñemos, hasta el universo de los niños viene mediatizado por la economía. Pero en fiestas es mejor hacer como que no nos damos cuenta. En el muelle de Ripa tuvimos más paciencia que en todas las salas de espera que hemos soportado a lo largo de nuestra vida, pero, qué quieren, es el precio de lo subvencionado. Y estaría bueno, además, que nos quejáramos.
Por de pronto, yo me limitaba a ver cómo mi hijo desaparecía una y otra vez devorado por la gran ballena hinchable, en la seguridad de que era una desaparición de mentirijillas y que volveríamos al seno de la familia sin sufrir ninguna baja. Lo cual es ya bastante, según estarán las carreteras en verano.
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