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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Alegoría de la catástrofe

Los personajes de Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) viven en minúsculas "unidades" adjudicadas por una burocracia insoslayable; acosados por pandillas de adolescentes torturadores de gatos o comedores de pastillas, imitadores de las oligofrénicas actitudes de los monigotes catódicos; adictos a iglesias paranoicas; rodeados por montañas de artefactos en desuso; en canales fétidos o bajo puentes de los que a todas horas caen suicidas. Los jóvenes pasean por un Parque Arcádico, vigilados por sociólogos desde cabinas de Asistencia Anímica; un panadero aspira, "en el mantra de su conciencia", a la indiferencia como estado de placidez; un actor retirado es perseguido por el fantasma de su personaje televisivo. Son nueve relatos que suceden en un futuro que acaso ya acaeció y ha caducado, y que abarcan desde El buitre en invierno (1984) hasta un inédito fechado en 2002. Cohen realiza así un corte transversal de su obra, una de las más originales en el orbe actual de la lengua castellana; pues si bien es cierto que sus cuentos son casi siempre alegorías de una catástrofe afectiva, moral, intelectual y política más o menos inminente -una lectura apocalíptica de Kafka parece indefectible entre las líneas- es evidente que la positiva rareza de su escritura los aparta de todo carácter previsible.

LA SOLUCIÓN PARCIAL

Marcelo Cohen

Páginas de Espuma

Madrid, 2003

203 páginas, 14 euros

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"Corregir un texto viejo es como tratar de reformarse"

Cohen vivió en Barcelona entre 1975 y 1995; fue prolífico colaborador de revistas y periódicos, traductor, editor y, sobre todo, autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellos El país de la dama eléctrica (1984, reeditado en 2000 por Ópera Prima, de Madrid, con excelente epílogo de Ana Basualdo), novela rockera, salingeriana y cortazariana, a la que se le empieza a reconocer últimamente su lugar -imprescindible- en la conformación de la narrativa argentina contemporánea. En la actualidad vive en Buenos Aires, donde ocupa una posición al mismo tiempo excéntrica y central en el panorama literario rioplatense. Y es que los libros de Cohen ponen al lector en una situación semejante a la de sus personajes: en el perenne desconcierto. En primer lugar, por su renuncia a la tradicional actitud del escritor que lucha por mantenerse fiel a un registro de lengua local: al contrario, sus narraciones se dejan impregnar no sólo por el habla peninsular -lo cual las convierte en una peculiar zona de cruce en la que, sin salir del ámbito del castellano, se ponen de manifiesto las tensiones ocultas dentro de lo que es, pero sólo en teoría, una misma e indistinta lengua- sino por la fruición de un nominalismo paródico y despiadado, poblado de calles, plazas, escritores, actores, películas y hasta un argot apócrifos. Como si, voluntariamente excluido del inocente idilio con la lengua materna, Cohen se arrojara a una vorágine en la que el idioma mismo, forzado a una extrema capacidad de absorción, representara el paisaje y buena parte de la materia del relato. Y, afín a esto, uno de los rasgos más marcados de su estilo, que aparece como otra forma de reduplicación ad infinitum: la irrefrenable tendencia a la metáfora, menos como sistema de explicación que de enfática sospecha.

Estrategia del desconcierto: las frases se desvían de su rumbo, se rizan y volatilizan, parten de un cierto realismo hacia un rodeo de abstracciones del que ya no regresan. Un poco como Scott Fitzgerald, pero menos caracoladas hacia el lirismo que hacia la exasperada fuga del sentido. Por eso la lectura de estos cuentos, orientados en buena medida a representar la imposibilidad de una experiencia fehaciente, son en sí una experiencia: la de asistir al notable desafío de todas las formas de obviedad que acechan en cada intento de representación artística del mundo contemporáneo.

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