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Columna
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Esquina

EL 9 DE MAYO de 1903, hace un siglo, murió en las cercanías de Hiva Oa, diminuta capital administrativa del archipiélago de las Marquesas, el más remoto confín de las míticas islas de los mares del Sur, Paul Gauguin. Nacido en 1848 en París, contaba a la sazón 55 años, y fue enterrado, contra su voluntad, en el cementerio católico a instancias del obispo local, monseñor Joseph Martin, el cual dio cuenta epistolar del evento fúnebre en los siguientes términos: "Lo único digno de anotarse últimamente en esta isla ha sido la muerte súbita de un individuo llamado Paul Gauguin, un artista reputado pero enemigo de Dios y de todo lo que es decente en esta tierra". Con la reproducción de este lamentable epitafio concluye la novela El paraíso en la otra esquina (Alfaguara), de Mario Vargas Llosa, en la que se entrecruzan las vidas del hoy famosísimo artista y de quien fue su abuela materna, Flora Tristán, célebre agitadora social y escritora de la primera mitad del XIX, con lo que, sin salir del mismo haz genealógico y en la misma centuria, nos encontramos con dos seres consumidos por un parejo afán utópico en pos de un Futuro igualitario y un Pasado salvaje.

A diferencia de las hoy cada vez más abundantes y mediocres novelas históricas sobre artistas famosos, llenas de los tópicos y los melindres de la peor literatura popular, Vargas Llosa se ha introducido con rigor documental y perspicacia psicológica en el putrefacto destino de este artista, repudiado moralmente hasta por sus admiradores. En The Moon and Sixpence, novela donde Somerset Maugham también se inspiró en la atribulada vida de Gauguin, éste encarnaba el prototipo de genio tan monstruosamente egoísta que, como dijera el obispo colonial, no respetaba ninguna regla de la humana decencia, ni tan siquiera la de la amistad. O sea: que, uniéndose aquí las voces del cura católico y el novelista puritano, Gauguin murió solo y carcomido por las úlceras de su depravada existencia sifilítica. ¡Qué horror!

El caso es que, hasta aproximadamente los 35 años, Paul Gauguin había sido un probo burgués, intachable padre de familia y afortunado agente financiero, un verdadero ejemplo, al que, de forma incomprensible, corrompió la pintura, que minó su buena salud física y destrozó su moral. Según Vargas Llosa, lo que hizo la pintura con Gauguin fue, en realidad, destaparle la vida, mostrándole todos los dones que ella naturalmente ofrece y no estaban al alcance de un pequeño burgués occidental; pero, claro, el apetito le pertenecía a él en exclusiva. ¡Y qué hambre más voraz e insaciable el de Paul Gauguin!

Casi paralítico y ciego, alelado por el consumo de opiáceos que ya no surtían efecto sobre sus dolorosas llagas, a punto de reventar, Gauguin, que sucesivamente había emplazado el paraíso en la Martinica, en Tahití y en las Marquesas, aún soñaba con encontrarlo en Japón. Semejante descenso a los infiernos por culpa de querer arribar al paraíso, me lleva a pensar que el fin de la pintura se ha de producir cuando los pintores no sean capaces de morir por ella, en vez de querer sólo vivir a su costa.

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