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'¡Van a matar al capitalismo!'

Joaquín Estefanía

Los tópicos se multiplican cuando se habla o se escribe de "lo nuevo": un nuevo modelo de desarrollo, un nuevo orden económico (o político, o geoestratégico) mundial, una nueva estructura financiera planetaria, etcétera. Son tópicos porque, a fuerza de usarlos y simultáneamente no ponerlos en práctica, pierden credibilidad. Se gastan. ¿Y por qué no se activan?, ¿por qué no se aplica lo que se quiere decir con ello? Porque de forma habitual los problemas los padecen los periféricos. Cuando las dificultades llegan al corazón del sistema, se encienden los resortes de defensa y las soluciones -a veces dolorosas- comienzan a fluir.

Hemos tenido el mejor ejemplo de ello con el apagón eléctrico que ha afectado a 50 millones de norteamericanos (de EE UU o Canadá). Cuanto de él se sabe por ahora pone en cuestión el funcionamiento de la industria eléctrica estadounidense, aquejada de problemas de corrupción corporativa y de desregulación incontrolada. Recordemos lo sucedido: en el último trimestre de 2001, la eléctrica Enron, séptima empresa estadounidense, halagada ad nauseam por su modelo de desregulación, suspende pagos. Enron supone en aquel momento el más grande fallido de la historia (más tarde superado por la puntocom WorldCom y muy recientemente acompañada por Mirant Corporation, la antigua estrella de la energía, que acaba de entrar en la lista de las 10 mayores quiebras empresariales de EE UU).

Enron ejemplifica lo sucedido en los últimos tiempos: pasarelas permanentes entre el sector privado empresarial y el Gobierno republicano, que llegan hasta el extremo de que el plan energético liderado por el vicepresidente Dick Cheney ha sido acusado de haber sido redactado, casi directamente, por los responsables de las compañías eléctricas. Capitalismo de amiguetes. Enron llevó las cosas al paroxismo de la falta de control y de la desregulación eléctrica (que no ha servido para bajar los precios, aunque sí ha recortado la capacidad de la red), pero no fue ni mucho menos la excepción. Cuarenta y ocho horas antes del último apagón norteamericano, el diario La Vanguardia publicaba en su suplemento Dinero un artículo de Nomi Prins, ex banquera de Goldman Sachs, titulado premonitoriamente: "El próximo apagón... en USA". Decía Prins: "Los distribuidores de energía o compañías negociantes de energía sacaron provecho de la desregulación para no sólo controlar la creación y distribución energética, sino para adentrarse en una multitud de actividades financieras especulativas diseñadas para inflar beneficios. Ante la ausencia de escrutinio por parte del Gobierno, estas empresas comerciaban con todo tipo de productos, desde gas natural a electricidad, desde el riesgo de terremotos a la cantidad de lluvias en cada estación. (...) La emisión de deuda de las eléctricas se disparó. Esta deuda fue destinada a alentar numerosas actividades, ninguna de las cuales tenía que ver con la calidad del servicio. Mucha de esa deuda fue ocultada en los balances de las empresas".

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Hay algunas de estas características que se pueden sacar del casillero de las eléctricas, y generalizarse. La principal tiene que ver con los conceptos de liberalización y regulación. Hay que conjugarlos en su versión directa, no a la inversa como ha ocurrido. Para que un sector económico sea liberalizado con eficacia (es decir, para que además de ganar dinero cumpla su función social) hay que regularlo al mismo tiempo. Liberalización y desregulación simultáneas significan meter a la zorra en el gallinero y dan lugar a los abusos que observamos desde que comenzó el siglo.

La segunda característica tiene que ver con el concepto de empresa que se ha instalado entre nosotros, proveniente de EE UU, y que prima por encima de cualquier otra cosa algo tan etéreo como la creación de valor (sinónimo, en muchos casos, del pelotazo). Al estimular la creación de valor por encima del dividendo, los beneficios a medio y largo plazo, o la calidad de lo que produce o de los servicios que ofrece, la empresa se desnaturaliza. El francés Michel Albert dice que la empresa de hoy ha devenido en una mercancía en la que los empresarios o los ejecutivos disponen libremente ("Si te apetece, hazlo") y cuya función precisa es generar beneficios inmediatos. Así se termina con la estabilidad del capitalismo -las compañías están en un sobresalto permanente-, y con la empresa como comunidad de intereses ligada a una affectio societatis que reúne a los accionistas, empleados y dirección. La empresa permanece sólo como una máquina de creación de valor, pero le falta el alma.

Albert dice que se acaba con el capitalismo estable. El apagón eléctrico en Norteamérica no fue obra, como se temió en un principio, de grupos terroristas; es decir, de los enemigos del capitalismo. El apagón fue producido por la acción de los hombres del capitalismo, que están llevando el abuso al extremo. El empresario Claude Bebear, antiguo presidente de Axa, la gigantesca aseguradora de matriz francesa, escribió hace varios meses un libro titulado Van a matar al capitalismo (Ils vont tuer le capitalisme), en el que denuncia la complacencia y la creencia de que el capitalismo puede arreglárselas simplemente con ir tirando, sin necesidad de reglas de juego.

Bebear coincidía con las tesis que después desarrolló The Economist en su número de celebración de su 160º aniversario, titulado Capitalismo y democracia. Los más potentes enemigos del capitalismo no son hoy los movimientos a favor de una globalización alternativa, la izquierda socialdemócrata o comunista, ni siquiera los terroristas, sino los amigos del capitalismo, sus hombres de confianza, que han soltado las riendas y abusan de su poder sin límites. Describe la revista cómo el auge económico y de los mercados financieros de los años noventa -anterior a la explosión de la burbuja bursátil- fue tan extremo que su decadencia también está provocando unos resultados extremos: una pila de escándalos empresariales, el resentimiento generado por un enorme incremento de las desigualdades, un abrumador agujero de los fondos de jubilación privados de millones de ciudadanos comunes y, lo más crucial, una desilusión creciente respecto de la capacidad de las instituciones democráticas para hacer que los culpables respondan por sus acciones.

Los apagones, independientemente de lo que descubran las investigaciones en marcha, actualizan la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo. Y también de volver al capitalismo schumpeteriano, últimamente tal olvidado, excepto para repetir el tópico (¡otro tópico!) de la destrucción creativa. El economista austriaco desarrolla una metáfora en Capitalismo, socialismo y democracia, su obra magna, que viene al pelo: los automóviles pueden correr más rápido porque tienen freno; el capitalismo está en el mismo caso, y es gracias a las limitaciones que los poderes públicos y la sociedad civil imponen, gracias a los correctivos que aportan las normas de los hombres, por lo que ese capitalismo se vuelve más eficaz. En todos sus sentidos.

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