Jardín cerrado
A algunos lugares conviene acudir por la tarde, que es la hora prescrita en el libro de las buenas costumbres para las visitas humanas, y por el tacto estético en lo concerniente a nuestras relaciones con ciertos paisajes. Téngase esto en cuenta y luego tómese la carretera que desde La Vall d'Uixó se dirige a Soneja. Casi de inmediato se llega, tras la clásica curva, a uno de los más pequeños pueblos de la Sierra de Espadán: Fondeguilla.
Busquemos el camino que se adentra en el barranco al que Fondeguilla pertenece con una naturalidad algo temeraria. Encontraremos su lecho cultivado casi hasta el último palmo de terreno. Primero con mayoría de naranjos y enseguida con frutales de los que producen las más breves delicias del estío: el ciruelo, el níspero, el membrillo, la higuera y, como un príncipe entre todos ellos, el cerezo, árbol de supremo esplendor en primavera, de dulzura en verano y de gris elegancia desnuda bajo el frío invernal. Son éstos, hoy por hoy, cultivos de capricho y ocio mantenidos en el mismo hermoso abigarramiento que trazaran los antiguos habitantes moriscos. Se conservan aún las diminutas acequias por donde murmura un agua auténtica que llena albercas de ajustada escala, pues aquí todo se comprime, todo existe sin holgura pero con precisión. Aún puede escucharse -y es un privilegio- el ¡plof! también preciso de la eterna rana de Basho, residente fiel, cuando salta desde el festón de hierbas del borde de las viejas charcas.
"Desde ninguno de sus puntos puede verse otra cosa que no sea él mismo o el cielo"
Al zigzaguear entre los huertos, se entiende a la perfección la conveniencia de visitar estos rincones con la luz oblicua de la tarde. Es entonces cuando se manifiestan las calidades de otro fruto ofrecido en las ramas, impalpable, el claroscuro mismo, que puede ser apreciado y consumido en plenitud por la mirada del paseante.
A partir del vestigio romano conocido como l'Arquet, pequeño tramo intacto de un antiguo acueducto, el barranco de Fondeguilla deja de tolerar las directas injerencias humanas y recobra su piel agreste. Ahora es el alcornoque, por momentos disperso y por momentos agrupado, quien lo matiza todo. Deja en el aire un toque uniforme de ceniza verdosa bien recibido por los olivos y por los almendros, hoy prácticamente abandonados a su suerte.
En la parte media y alta del barranco, una geología ya cubista antes del cubismo se entretuvo cuarteando los abundantes afloramientos y cortados rocosos, guiada por un principio que contiene lógica y contiene sorpresa. Frecuentemente, líquenes amarillentos cubren estos rodenos hasta ennoblecerlos con el barniz del envejecimiento y la dorada aspereza. Sobre ellos, sobre sus muchas aristas, se posa un pájaro azul, el roquero solitario, cuya lírica misión en este mundo consiste en permanecer asomado siempre a los abismos.
Todas las virtudes de la Sierra de Espadán, nuestra particular Arcadia valenciana, adornan el barranco de Fondeguilla: la fragosidad junto a lo ameno, lo más abrupto al lado de la mayor afabilidad. Hay una conciliación de la pureza natural y la actividad de los hombres que es rara porque no se parece a un equilibrio. La balanza se inclina aún hacia el lado de lo que está o crece sin nosotros.
Este paraje es un jardín cerrado. Desde ninguno de sus puntos puede verse otra cosa que no sea él mismo o el cielo. Poco importa. Para nuestros ojos no son alternativas desdeñables.
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