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Columna
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La línea verde

El pobre tranvía de Bilbao ha tenido que sufrir muchos denuestos desde su inauguración. Quizás colaboró en ello el escaso recorrido de la línea preliminar (aquella que transcurría entre la plaza Pío Baroja y Atxuri, es decir, una línea de escasa eficacia, más simbólica que nada), pero hay que reconocer que la línea completa, recientemente inaugurada, ha cambiado algo las cosas: suma al encanto una indudable eficacia.

Y sin embargo el tranvía no deja de recibir críticas, cuando no padecer acciones de sabotaje. Hace pocos días, un grupo de comparseros de la Aste Nagusia se atrincheró sobre la vía, dispuesto a paralizar el uso de la línea. Los comparseros aducían el peligro que supone en fiestas la llegada del tranvía hasta el Arenal, las molestias que provoca en la multitud y la posibilidad de que se produzcan accidentes.

La vida, en tranvía, transcurre con filosófica quietud. Uno se identifica con él y lo hace suyo. Otra cosa es que en la Plaza Circular o El Arenal se hace meticón

Uno le tiene tanta simpatía al artefacto que no entiende bien la protesta, aunque sin duda estará bien fundamentada por parte de los que experimentan a jornada completa el recinto festivo. El lema elegido en contra del tranvía, Jaietan Tranvia Kanpora, tiene esa especial contundencia que ha logrado el euskera desde que viene acaparado por cierta formación política de infausto recuerdo. En este país, si alguien te dice ¡Fuera!, puedes tomarte el asunto un poco a broma, pero si alguien te dice Kanpora! sabes que tu salud está en peligro.

A la vista de la contundente protesta nada mejor que realizar una investigación de campo. Volví a subirme al artefacto y realicé el trayecto completo, a ver cuál era el efecto que causaba. Es cierto que el tranvía resulta meticón por naturaleza. Para el tranvía (no para el nuestro, sino para cualquiera) no existen aceras o calzadas. El tranvía sube y baja con insolente sencillez, con estrecho margen espacial. El tranvía hace y deshace en claro desafío al peatón y al automóvil. No deja de ser este segundo efecto (el de intimidador del automóvil) un buen efecto, un saludable efecto, un efecto profundamente moral.

El tranvía es ahora una espléndida oportunidad para recorrer Bilbao con los ojos. Se trata de una especie de burbuja en movimiento ante el que buena parte de la ciudad se hace visible. Además transcurre en silencio y no se caracteriza, como el metro, por tener una prisa especial. La vida, en tranvía, transcurre con filosófica quietud. Uno se identifica con el tranvía y lo hace suyo.

Otra cosa es que el tranvía, en la Plaza Circular o El Arenal, se hace complicado y meticón. Pero, como decíamos, todos los tranvías del planeta resultan meticones. Ahora que las fiestas de Bilbao tanto han mejorado, causa cierto estupor esa protesta frente a un medio de transporte modesto y silencioso. En una cuestión sí tienen razón los comparseros: que al tranvía no estamos acostumbrados. Y cierto que los carriles del tranvía, ensamblados sobre el asfalto, no resultan aún lo suficientemente intimidatorios como los semáforos, los coches, los camiones-trailers o los guardias de la circulación. Pero habrá que ir acostumbrándose. Hace años, en Praga, un tranvía estuvo a punto de llevarse mi alma por delante, pero entonces, para mí, un tranvía era algo más exótico que un monasterio budista. La falta de hábito a punto estuvo de costarme la vida.

Ahora que contamos con tranvía, un tranvía que perfora las entrañas de la ciudad, los bilbaínos estamos mucho mejor preparados para visitar esas ciudades europeas que nunca dejaron de tenerlo. Y quizás hasta los comparseros puedan acostumbrarse al transcurrir de la línea verde. Al fin y al cabo, en la Aste Nagusia, muchos bilbaínos se han acostumbrado a algunas otras cosas que no les gustan y, sinceramente, salen vivos de las fiestas.

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