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DAGUERROTIPO | RETRATO DE LA DERECHA ESPAÑOLA
Columna
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Rajoy o el puñal del godo

Manuel Vicent

Si las votaciones para elegir candidato a la sucesión de Aznar se realizaran por el sistema del premio literario Goncourt, sin duda, Mariano Rajoy sería el vencedor, como también lo ganaría Azorín si la prueba se efectuara con los escritores de la Generación del 98. La fórmula del Goncourt consiste en ir eliminando al aspirante menos votado en cada vuelta, hasta que en la última votación sólo queda el que no tiene ninguna arista. Los miembros del jurado tienden a buscar el consenso natural entre la carne y el pescado. El mérito del ganador consiste en ser un canto rodado, que no acaba de gustar a todos, pero tampoco es odiado por ninguno. En repostería saldría victorioso el mazapán; en frutería, el plátano, y en la derecha política sería Mariano Rajoy el postre preferido.

Suele decir cosas bien ensalivadas, y a cualquier afirmación rotunda le ofrece tres salidas, todas llenas de sentido común, para poder escapar
Este actual preboste, que hoy tampoco haría mal papel como canónigo ante unos palominos con chocolate, era un estudiante superdotado
A simple vista, Rajoy parece tener más interés en que le salga bien la futura 'queimada' que en apuñalar al patrón después de haberle heredado
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En la bolsa donde el presidente tiene insaculados, cabeza abajo, a sus herederos también se halla incluido el puñal del godo, un arma que no es tan blanca como suele decirse. Según qué mano la empuñe, podría ser muy aciaga para el futuro de Aznar. Este político autoritario, por encima de sus frustraciones, ha desarrollado el gen falangista del mando, cuya pasión le ocupa toda el alma, desde el cráneo hasta los testículos, y el excedente le cae por las perneras sobre las dos borlitas de los zapatos. Su renuncia a un tercer mandato, más allá del desdén castellano, puede obedecer a un interés medido en no deteriorar su imagen y salir ileso del Gobierno sin que nadie le haya pisado la cresta para volver un día a La Moncloa, si el mundo lo necesita y Aznar se digna bajar de las alturas. Esta secreta aspiración, que casi nunca se cumple, requiere un sucesor desarmado que para sentirse libre no se atreva a darle un tajo al cordón umbilical que le une al jefe.

Aire de ganso

Cuando los candidatos vayan saliendo del saco, uno detrás de otro, para que Aznar les eche el último vistazo, el presidente tendrá en la más alta estima a quien considere incapaz de llevar el puñal del godo secretamente muy acariciado en el bolsillo. A simple vista, Rajoy parece tener más interés en que le salga bien la futura queimada que en apuñalar al patrón después de haberle heredado. Aunque la ambición política da para realizar ambas cosas a la vez, a este aspirante podría beneficiarle ese aire un poco ganso, para quien da igual ocho que ochenta, con tal de que le dejen fumarse un puro tranquilamente, siendo al mismo tiempo un hombre fiable y pragmático, negociador y cortés. Hay políticos que tienen buen puñal, pero les falta brazo. El caso de Rajoy es el contrario. Le sobra brazo, pero prefiere usarlo para remover la masa del pastel, ya sea de merengue o de chapapote. De sangre, sólo la precisa, la que se necesita para las morcillas.

Mariano Rajoy debió de ser un adolescente grandullón, disciplinado e inteligente, con barba prematura por dentro, y en el colegio tendría también la confianza del padre superior. Este actual preboste, que hoy tampoco haría mal papel como canónigo ante unos palominos con chocolate, era un estudiante superdotado, pero torpón y sin reflejos a la hora de dar patadas francas y cargas violentas en los juegos del recreo; tal vez por eso imaginó que lo suyo, de mayor, debería ser la política, un deporte que te permite machacar desde la poltrona las espinillas del contrario por debajo de la mesa del despacho sin dejar de abanicarse la papada con un expediente. Rajoy contemplaba desde la mejor sombra del patio aquellas batallas de sus compañeros participando sólo indirectamente en su rivalidad, lo que le ha convertido hoy en un gran deportista sentado, hincha de culata, que está al día en cualquier competición, ya sea ciclismo, fútbol o carrera de sacos, sin excluir la prueba en la que él participa en este momento: la subida con otros candidatos por el palo enjabonado para atrapar el pollo de corral que Aznar ha colocado en la punta como premio.

Recién licenciado en derecho por la Universidad de Santiago, lugar donde nació en 1955, Rajoy se hizo registrador de la propiedad, que es oficio sólido, pero enseguida entró en la política como un río manso desemboca en el mar sin un solo meandro. Su abuelo ya intervino en la redacción del Estatuto de Galicia de 1936, el padre era magistrado y presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra y a este hijo lo hicieron concejal a los 20 años, presidente de la Diputación a los 28, vicepresidente de la Xunta a los 30 y luego secretario general de Alianza Popular de Galicia: así le fueron cayendo cargos encima como las brevas caen de la higuera, y todo eso sin ser amigo de Fraga, a quien guarda ciertos gatos en la tripa. Bien empapado de lluvia galaica y bendecido por otros caciques del franquismo sociológico, fue enviado a Madrid, donde se ha alzado de ministro cinco veces. Lo único que no ha conseguido Rajoy es ser gallego profesional. Pese al esfuerzo que hace para que no se sepa si sube o baja una escalera, cualquier experto intuye enseguida en qué escalón está parado. Cuando trata de imitar la retranca del viejo Cabanillas, aquel cínico inteligente a la manera de Camba, siempre le sale una parodia. A veces consigue ser gracioso, pero no acaba de expeler con naturalidad esa ironía que te muestra de golpe dos caras contrarias de la realidad, ni acierta a convertir el lamento galaico en una obra de arte, ni el pesimismo en una escuela de humor. Mientras hace declaraciones políticas, siempre un poco húmedas a causa de sus labios húmedos, a veces acaba por traicionarle cierta mirada desvalida, los ojos perdidos que van de un lado a otro, como esperando un golpe de cachiporra sin saber de qué parte vendrá. Rajoy suele decir cosas bien ensalivadas y a cualquier afirmación rotunda le ofrece tres salidas, todas llenas de sentido común, para poder escapar, pero al huir de una situación comprometida en que le ha puesto cualquier ministro más tosco, su cuerpo no siempre cabe por la gatera y entonces queda a la intemperie a merced de los perros.

Negociador flemático

Ha pasado por los ministerios de Administración Pública, por Educación y Ciencia, por Interior, por el de la Presidencia, y no puede decirse que lo haya hecho ni bien ni mal, aunque de todos esos túneles ha salido ileso con renovada experiencia de bombero, de pastelero mayor, de negociador flemático, de enchufe adaptable a cualquier corriente. Este hombre educado y de buena familia, que tenía muchas posibilidades de haberse quedado de cómodo solterón en los bailes burgueses del casino provinciano, se casó cumpliendo las reglas de la tribu para no dejar ninguna arista en su personalidad; celebró la boda con Elvira Fernández Balboa en la capilla de las Conchas de La Toja y tiene un hijo. Cabe preguntarse si Rajoy tiene también una ideología concreta, más allá de la que se había creado en el paraíso terrenal de la oligarquía de provincias, para la cual el mayor hecho revolucionario consistía entonces en quitarse la corbata y desabrocharse dos botones de la camisa. Rajoy ni siquiera ha realizado este heroísmo de andar despechugado. Uno lo imagina con la corbata en la nuez en los antiguos veraneos de Sanxenxo, en las presentaciones en sociedad de las niñas de buena familia, en medio de los placeres de la mesa, entre sus viejos amigos de juventud con los que compartía la alergia a hablar gallego y el horizonte común en la función del Estado.

En las últimas elecciones generales, Mariano Rajoy dirigió la campaña que llevó a Aznar a La Moncloa con mayoría absoluta. Este éxito le fue recompensado con la vicepresidencia primera del Gobierno. Esa victoria aplastante comenzó a engendrar un poder omnímodo que Aznar ha ido desarrollando hasta llevarlo al límite del miedo entre las gentes de su alrededor. En uno de los actos electorales donde los intelectuales y artistas de la derecha iban a rodear al presidente en una corrala de Madrid, Rajoy se movía por allí con un auricular colgado de la oreja por el que daba y recibía noticias gangosas mientras el líder venía de camino. Como en los tiempos de Franco, aunque sin los tres toques de cornetín, de pronto sonó dentro del oído de Rajoy una voz excitada que le avisaba de la inminente presencia del jefe. Rajoy no es ese ser tranquilo y británico que simula. A Rajoy le entró tal pánico que el auricular se le cayó al suelo. Y no era el dictador quien llegaba, sino simplemente Aznar. Esta mezcla de miedo consolidado y eficacia de enchufe trifásico que Rajoy ofrece como homenaje a su presidente podrá abrirle las puertas de La Moncloa. Ése es su equipaje.

El vicepresidente del Gobierno Mariano Rajoy.
El vicepresidente del Gobierno Mariano Rajoy.ULY MARTÍN

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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