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Reportaje:MI RINCÓN FAVORITO

Balmes, a toda leche

En moto, por supuesto. Y preferiblemente en vespino, motorino o motomosca, es decir, una pequeña, de las que no tienen marchas. No por no correr tanto (hay scooters que llegan a unas velocidades de miedo: desde la Rotonda hasta la calle de Pelai, en Barcelona, que es el trayecto que nos ocupa, a una media de 85 kilómetros por hora, lo juro), sino por comodidad: se esquivan mejor los coches, se zigzaguea más fácilmente, se tarda menos en frenar en cuanto se ve el yogur de la Guardia Urbana y, dada la necesidad, también se encaraman más deprisa a la acera.

La calle de Balmes, como bien saben los motoristas urbanos, es el circuito de pruebas de todo amante de la velocidad con riesgo. La mitad superior es sinuosa y de pendiente pronunciada, la inferior rectilínea y ancha. Un paraíso, una tentación a dar gas a fondo. En agosto tiene la ventaja de estar mucho menos transitada, con lo que, al correr más, también se combate mejor el calor. Pero como no sólo de la calle de Balmes vive el centauro (y el calor aprieta todo el día), mi rincón favorito es toda la ciudad de Barcelona. Al llegar a Pelai, suave pero derrapante giro a la izquierda (con peligro de empotrarse en Zara), sprint hasta Fontanella, doble ese en la plaza de Urquinaona para tomar Trafalgar y breve pausa en luz roja. Descartado el paseo de Sant Joan (los semáforos no están sincronizados), lo mejor es ir a buscar el Poblenou para coger Aragó desde el principio: al ser llano no es tan emocionante, pero se montan unas carreras para coger la pole en el semáforo estupendas. Además, Aragó va a morir a un punto excelente: curva de 90 grados para tomar Tarragona y, a sólo dos manzanas, el afrodisiaco giro de la plaza de Espanya. Vuelta al ruedo y encaramos, por supuesto, la avenida de la Reina María Cristina. Que se quiten de enmedio Spencer Tunick y sus conejos, que allá vamos.

Como habrán adivinado, aquí no se trata de imitar a Nanni Moretti. Nada de montarse a la vespa e irse a perder por los rincones desconocidos de la gran ciudad. Aquí se trata de quemar gasolina y olvidar el calor por la vía de la emoción. Las casas, los paisajes, las gentes, ni mirarlos. Los peatones son sólo espectadores que aplauden nuestras proezas (los curvazos en bajada del estadio Serrahima) o bultos a los que hay que matar de un susto (traidores pasos cebra ante el Poble Espanyol), el mar no es más que el color de fondo de Miramar (en bajada, con su imponente paella a la mitad, tras haber subido por la empinada cuesta del Camí de la Font Trobada) y los edificios delimitan la pista. Por eso no es aconsejable subir al Carmel, o a Horta, e incluso acercarse a Cornellà, La Mina o Santa Coloma. Son lugares demasiado románticos (no, no es cachondeo) y terminaríamos yendo a paso de tortuga asombrados ante el descubrimiento. Y achicharrándonos, claro. No, lo mejor es circular por lugares que inviten a no quitar los ojos del velocímetro: por aburridos, como el Eixample; por feos hasta la náusea, como la Villa Olímpica, o por... no me atrevo a decirlo, como el engendro de Diagonal Mar. Petardeas, miras con ojos chulescos a los paseantes y huyes de ese paraíso artificial sin pellizcar nunca el freno dejando una estela de anhídrido carbónico, con tus mejores deseos.

En el fondo, el deseo inconfeso del ciclomotorista urbano es pisar el asfalto de todas las calles de la ciudad. Que no quede un solo semáforo por saltar, un solo stop por desafiar. Y en el caso improbable de llegar a cumplirlo, aun quedaría otro, el del prota de aquel cuento de Quim Monzó: subir por Balmes a toda leche desde Pelai hasta la plaza de Molina, contra dirección.

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