La inteligencia afable
La vida de Josep Maria Carandell demuestra que se puede ser afable e inteligente al mismo tiempo. Poco amigo de la estridencia, cultivó un sentido universal de la curiosidad que le llevó a ponerse -por puro placer casi siempre y a veces por imperativo vital- todos los hermosos disfraces de la creatividad. Letrista de canciones para Ovidi Montllor, dramaturgo televisivo, compilador de secretos de Barcelona, novelista, cuentista, articulista, autor de libretos operísticos, espléndido prologuista de Las rumbas de Joan de Sagarra, ensayista obsesionado en desmentir la ola marxista de tópicos sobre pensadores y escritores alemanes en tiempos de dogmatismos, lúcido y al mismo tiempo levemente ingenuo, profesor del Institut del Teatre, traductor y conversador incansable, Carandell logró destacar en una familia tan multitudinaria como hospitalaria. Aporreando durante años la Olivetti en su piso de la plaza de Letamendi, se especializó en simultanear su faceta más creativa y personal con heroicas colaboraciones alimenticias que no siempre cobró. Mientras, de reojo, mandaba mensajes a su entorno que iban desde el desmesurado cariño al "niño, deja ya de joder con la pelota".
Entre artículo y traducción, le sobraba tiempo para sentarse alrededor de una mesa -gran superficie idealista y lúdica- en la que su esposa Christa ejercía de anfitriona paciente y divertida, soportando a los que, formando parte de una heterogénea tribu de amigos, conocidos, parientes, adoptados y otros nómadas, se confundían con la vitalidad de sus hijos (Zinca, Martí, Juli y Andreu), que, por suerte, han podido estar a su lado y verle sonreír por última vez tras una extenuante lucha contra la mala salud cabrona y tenaz que se lo ha llevado para siempre. No hay consuelo para ellos. Quizá por eso, deseo que conste en acta que Carandell, hijo, hermano, padre, abuelo y marido de personas tan generosas como él, era un tipo estupendo. Yo tuve la suerte de comprobarlo cuando me regalaba toneladas de libros que le ayudaban a liberar su atiborrado cuarto-biblioteca, cuando escuchaba mis diatribas adolescentes o corregía levemente mis gustos recomendándome a Mishima (lo descubrió durante su estancia en Japón), a Peter Weiss o a Carmen Martín Gaite, o cuando, sin proponérselo, me enseñaba a pensar rehuyendo cualquier tufillo a verdad absolutista.
Escribió mucho y bien y, aunque no siempre tuvo suerte con los editores, sus lectores disfrutamos los matices de novelas como Prínceps, de narraciones como Historias informales o de poemarios como Víspera de San Juan, donde, citando al clásico, afirmaba que nada humano le era ajeno y haber tenido todas las edades. No era cierto: le faltó una vejez más larga, sosegada y esplendorosa. De sus múltiples ejemplos, me queda el haber sabido escribir rodeado de ruidos y expansiones familiares, amenazado y estimulado por entusiasmos infantiles, visitas inoportunas, crisis adolescentes y amigos con resaca. Con la prodigiosa colaboración de Christa, allí estaba, incluso cuando llevabas años sin verle. Te lo encontrabas camino del Clínico, para una revisión, sonriente, frente a un escaparate. Un día me dijo: "Tengo la enfermedad de los escaparates. Debo parar de vez en cuando para poder andar y elijo detenerme ante los escaparates". Incluso en eso era creativo. Ayer, cuando mis hijos me vieron intentando digerir una noticia indigerible, me preguntaron quién era. Se lo conté, así, muy por encima, y no parecieron entenderme hasta que les dije que Carandell era el autor de la Cançó de les balances, y me quedé tarareándola mentalmente, convencido de que llegará un día en el que el hombre valdrá más que los reyes, más que las tierras mejores, más que las plantas y los árboles. Llegará el día en el que al hombre no se le pese con balanzas. Y si no llega ese día, cosa bastante probable, siempre nos quedará la afabilidad, la inteligencia, el afecto, un café y una canción.
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