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Columna
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Desarrollo inhumano

"Los seres humanos nos dividimos, ante todo, según demos o no la vida por supuesto" (Jon Sobrino). Así es. La inmensa distancia existente entre las condiciones de vida del Norte y las condiciones de muerte del Sur es el más grave de los problemas que afecta a la humanidad. Tanto, que deberíamos recurrir, para calificarlo, a las palabras con las que Gandhi caracterizó el régimen colonial británico en la India y su principal consecuencia, la miseria de su campesinado: como un auténtico crimen contra la humanidad. ¿Qué es lo que está en juego? Algo fundamental, tan fundamental que constituye el cimiento irrenunciable de nuestra propia concepción de la humanidad: la idea de que el derecho a vivir es un derecho de nacimiento. La idea de que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros" (Declaración Universal de los Derechos del Hombre, artículo 1). Si este fundamento quiebra, quiebra todo el entramado normativo e institucional sobre el que hemos pretendido construir el edificio civilizatorio que hemos dado en llamar Modernidad. Sin este fundamento, nuestras sociedades sólo pueden ser consideradas modernas en el más reducido de los sentidos: en el sentido de "actuales" o, como mucho, para indicar que se trata de sociedades técnicamente avanzadas. Por lo demás, unas sociedades en las que el derecho a la vida, para millones de personas, está condicionado, sólo pueden ser calificadas como bárbaras. Si una sociedad bárbara es aquella en la que algunos de sus miembros están de sobra, vivimos los más bárbaros de todos los tiempos: vivimos los tiempos de las poblaciones sobrantes.

El Informe sobre Desarrollo Humano 2003 nos ha vuelto a recordar que el mito del desarrollo sostenible para todos es, en un régimen de capitalismo globalitario, una falacia. Como se indica en el Informe, para muchos países los años noventa han sido "una década de desesperación". Los datos son inapelables: alrededor de 54 países son ahora más pobres que en 1990; en 21 países se ha incrementado el porcentaje de personas que pasan hambre; en otros 14 mueren más niños menores de 5 años; en otros 34 la esperanza de vida también ha disminuido; en 21 países se ha producido un descenso del índice de desarrollo humano; más de 10 millones de niños mueren cada año a causa de enfermedades prevenibles, 30.000 al día. En resumen: "Pocas veces se habían producido semejantes retrocesos en las tasas de supervivencia". Sin embargo, a pesar de su relevancia moral y práctica, la cuestión de la desigualdad (radical y estructural) entre Norte y Sur está prácticamente ausente de las agendas políticas nacionales y sólo muy levemente presente en las internacionales. Sí, es cierto: abundan las cumbres mundiales, excelentemente publicitadas, en las que se abordan todas esas cuestiones. Aun así, el mayor de los problemas de la Humanidad se encuentra sólo virtualmente presente en el espacio de la deliberación pública. Sus efectos prácticos son, seamos serios, imperceptibles.

El pasado día 6 EL PAÍS publicaba un artículo titulado Un pacto para acabar con la pobreza mundial firmado por Fukuda-Parr y Sachs, responsables del Informe sobre Desarrollo Humano 2003. El artículo se iniciaba así: "La gran paradoja de nuestros días es que el enorme sufrimiento de los pobres del mundo -a causa de la enfermedad, la exclusión, el hambre y la falta de acceso a agua potable y saneamiento- puede superarse fácilmente con un mínimo de ayuda por parte de los países ricos. Con menos de un 1% de los ingresos anuales de los países ricos, el sufrimiento de los pobres extremos podría verse significativamente reducido, e incluso podría ser eliminado".

Pero la famélica legión del siglo XXI no es la nuestra, sus problemas no son los nuestros, sus preocupaciones no son las nuestras... Su mundo, su universo, no es el nuestro. Es verdad que racionalmente podemos llegar a preocuparnos por las consecuencias de este régimen de canibalismo global: catástrofes ecológicas, oleadas inmigratorias, terrorismo antioccidental... Pero, ¿cuándo, a lo largo de un día cualquiera de nuestras vidas, experimentamos, tocamos o sufrimos tales problemas, de manera que los hagamos nuestros?

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