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¿Democracia o libertad?

La elección entre democracia o libertad parece un dislate; no son concebibles la una sin la otra. Sin embargo, y haciendo bueno una vez más el eslogan de que España es diferente, la pregunta -¿democracia o libertad?- resulta pertinente a la vista de las circunstancias. Los ciudadanos de este país se han otorgado una Constitución que sanciona un régimen de libertades dentro del cual ellos eligen democráticamente su forma de gobierno. Pero hay indicadores que bordean el rojo. A lo largo de los dos últimos cuatrienios se ha producido una involución evidente respecto a los deseos inicialmente expresados por la ciudadanía desde las primeras elecciones democráticas, involución que produce asombro por el descaro con que el poder ha ido comiendo terreno al espacio crítico y por la pasividad con que la ciudadanía le ha dejado hacer. Tal parecería que, una vez conseguido el marchamo democrático y la sanción europea del mismo, todo el mundo se haya vuelto a su casa y a sus asuntos con la idea de que el problema ha quedado resuelto para siempre y que, habiéndolo resuelto, el Gobierno de la nación es un mecanismo que marcha por sí solo con tal de darle cuerda cada cuatro años.

Un síntoma es una alteración del organismo que revela una enfermedad y sirve para determinar su naturaleza; para advertirlo es necesaria una mirada crítica. Hoy existen síntomas inquietantes de corrupción de la democracia, pero el más inquietante de todos es el que responde al título de este artículo: una sensación cada vez más evidente de que la ciudadanía está disociando democracia y libertades, cuya consecuencia es un desapego cada vez mayor del uso de la democracia y una atención cada vez mayor a la valoración de las libertades personales para uso doméstico. Algo así como si se estuviera practicando la democracia con voto, pero sin voz.

En el paso de la dictadura a la democracia en España, lo verdaderamente importante no fue que un repentino ideario democrático mayoritario acabase con la dictadura -asunto de enfrentamiento ideológico-, sino que el cambio de costumbres de vida hizo morir de muerte natural la forma de vida impuesta por la dictadura. No es lo mismo el cambio ideológico que el cambio de costumbres, porque el segundo tiene una característica de la que carece el primero: la de ser irreversible. A la negatividad de los que proclamaban el rupturismo en lugar de la transición hay que enfrentar lo positivo de que la muerte biológica de la dictadura generase necesariamente y a su tiempo el cambio de costumbres de un país empequeñecido, acomplejado y autárquico que deseaba dejar de serlo por muchos motivos confluyentes.

La última legislatura que, a lo que parece, acabará en marzo del próximo año, se ha caracterizado por la aplicación a la vida institucional española de una fuerza imparable llamada mayoría absoluta, cuyo alto índice de peligrosidad operativa no era desconocido para los votantes que la trajeron o la dejaron llegar, pues todos tuvieron ocasión de sufrir su lado malo en las legislaturas del 82, 86 y, prácticamente, 89. No parece haber habido escarmiento cuando se ha repetido, aunque esta vez la causa no fuera el mandato activo de cambiar el país, sino el hartazgo pasivo ante una corrupción y prepotencia más que evidentes. Pues bien, si la democracia se sustenta en la capacidad de dejar el camino permanentemente abierto a la libre inspección de su propia actividad por medio de órganos cualificados e independientes, hay que decir que el periodo derechista que se inició en 1996 con la llegada al poder del señor Aznar se ha caracterizado por un cuidadoso, medido y sostenido esfuerzo por ahogar la independencia de todos y cada uno de los órganos de control y de la cosa pública y el ejercicio de poderes poblándolos de cargos que prefieren ser sirvientes del Gobierno que servidores del Estado. El intervencionismo, el apartamiento y la sumisión han sido las vías principales de ocupación que han convertido las instituciones de este país en una serie dehesas de engorde en la que el descaro se da como las bellotas.

Pero esto es natural, porque la democracia y la libertad no se improvisan y en cambio el caciquismo y el nacionalcatolicismo llevan siglos bien asentados; como es natural que la democracia no haya calado hasta el punto de que la gente esté dispuesta a jugarse el tipo por defenderla. La transición ha hecho más por acomodarla que por implantarla. Ahora bien, como al que algo quiere algo le cuesta, conviene dejar claro que la democracia no es un regalo ni una moda de los tiempos que nos ha tocado vivir. Parece como si, cubiertos por nuestra pertenencia a Europa, nos sintiéramos a salvo de todo retroceso. Aparte de recordar, aunque sea de pasada, que con ocasión del referéndum para la entrada en la OTAN, requisito en la práctica de obligado cumplimiento para abrir la puerta de Europa, la derecha (AP) propugnó la abstención y CDS, CiU y PNV dejaron libertad de conciencia; y hubo de ser el partido liderado por Felipe González el que arrostrara las consecuencias de un fracaso; lo cierto es que nuestro europeísmo es de nuevo cuño y aún tiene más de conveniencia que de convicción.

Sin embargo, esta pertenencia a Europa, este suelo democrático que pisamos, parece darse por hecho que no hay que defenderlo ni, mucho menos, que merecerlo. Está ahí y no hay que ocuparse de él, por lo visto. En cambio, todo el mundo se afana en sus libertades como si éstas no tuvieran nada que ver con la democracia, como si fueran un asunto personal sin dimensión nacional. ¿Será ése el futuro? ¿Estará en su fase terminal la era de los políticos, cada vez más comprometidos con sus partidos -es decir, con su puesto de trabajo o influencia- que con el destino de un país? Por si acaso, y mientras la futurología o el futuro despejan el panorama, la vieja derecha nacionalcatólica -el más nacionalista de los nacionalismos españoles- liderada por el presidente Aznar y su séquito en lo civil y el arzobispo Rouco y el suyo en lo religioso-temporal, se reparten la tarta ante lo que pueda venir. ¿Quién se acuerda ahora de aquel impresionante discurso difundido en directo por la televisión española en la que monseñor Enrique y Tarancón, con la tiara ligeramente torcida sobre un rostro grave y trascendente, recogido por la cámara con el empaque de un encuadre de Einsenstein, se dirigía al recién proclamadoRey recordándole el papel que le cabía cumplir ante el futuro de los españoles?

Hoy parece que la gente se conforma con la libertad de costumbres y el bajo interés de las hipotecas y que estamos más cerca de las posiciones castizas del "dame pan y llámame tonto" (convertido ahora en "dame libertades y llámame tonto") que de las convicciones genuinamente democráticas. Cuando el concepto libertad se da por supuesto, se vuelve irrelevante: acabaremos firmando manifiestos por la libertad de expresión de los protagonistas de la telebasura mientras, a la chita callando, la democracia queda encerrada entre las cuatro paredes de la Mayoría Absoluta. No sólo existe corrupción económica; la peor es la moral: la tendencia actual de legitimar el "y tú más" como justificación de vida supone una desvertebración moral de la sociedad de difícil arreglo si no se recompone a tiempo; las libertades no valen para nada si la sociedad deja de ponerlas en común para buscar sólo el beneficio individual inmediato, pues ahí es donde se cuece el descaro que domina la vida pública. La democracia no es un regalo ni la libertad un título de renta fija, son un merecimiento que hay que ganarse cada día. Fuera de eso, sólo es una etiqueta de marca en lugar bien visible.

es escritor.

José María Guelbenzu

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