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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

Luz en San Felipe Neri

El centro histórico de Valencia, en la dignidad absorta de sus plazas, la sinuosa estrechez de sus calles y la curva humedad de sus rincones, vive en la nostalgia de Roma. Y donde una torpe moda moderna no ha cambiado el ocre rojizo y denso de sus fachadas por la cursilería de los tonos pastel, hasta el mismo color de la ciudad es el romano.

En el siglo XVIII, un arqueólogo danés, Zoega, escribió que ante Roma sólo cabían dos posibilidades tolerables: o no haberla visto nunca o no haber de abandonarla jamás, quien ya la hubiera visto. Tal es su esplendor. Valencia ha pasado demasiados siglos enviando a Roma jóvenes curillas ambiciosos y recibiéndolos de ella, al cabo de los años, más viejos y más sabios, deslumbrados para siempre por la ciudad eterna. Al fin y al cabo, Valencia fue fundada por Roma, y mientras tuvo memoria de sí misma, ese noble origen la enorgulleció. Para todo occidente, durante siglos, Roma ha sido la ciudad. En su escala, Valencia quiso serlo también.

"Quizá sea Trinquet de Cavallers la calle más arteramente hermosa de la ciudad entera"
"En el inmenso corazón de la ciudad antigua, un farolillo ilumina un pequeño callejón"

El odio secular de muchos de sus habitantes a todo lo que esta ciudad tiene de bello ha hecho lo posible por desvirtuar esa vieja querencia romana, por ejemplo destruyendo la amabilidad de sus plazas con ampliaciones monstruosas, como en la plaza de la Reina, o en la de Nàpols i Sicília, en pleno corazón de la Valencia medieval. El caso de esta última es particularmente triste, porque está rodeada de calles deliciosas, en donde la solera urbana y el italianismo de la ciudad aún saltan a la vista: Aparisi y Guijarro y Governador Vell, la calle del Palau -con el majestuoso palacio gótico de l'Almirall del Mar, que le da nombre-, Trinquet de Cavallers, con sus largos edificios conventuales, y luego la preciosa plaza de Sant Lluís Beltran, con la casa dicha del santo -que hay que restaurar ya- y la soberbia puerta ojival del palacio de los Escrivà; la de las Avellanas y la de Cabillers, donde vivió y murió Ausias March, el más grande escritor que esta ciudad se ha consentido.

Entre todas ellas, quizá sea la de Trinquet de Cavallers la calle más arteramente hermosa, no sólo de esta parte, sino de la ciudad entera. Conviene recorrerla al atardecer, en la hora bruja de los fotógrafos y los poetas, cuando se desdibujan las sombras y los contornos pierden su relieve. Quizá entonces, entre la copia de la Virgen del Milagro, que nos bendice con su sonrisa gótica, y el ábside semioculto de Sant Joan de l'Hospital, pudiéramos creer que la abierta sencillez de la Edad Media mediterránea (procaz y rezadora, parroquial y aventurera) no nos es tan lejana. Sant Joan de l'Hospital, despojada de su ornamentación barroca por la guerra y las restauraciones, nos acerca a su arte en su acepción más sobria. Preciso y refinado, el gótico admite, por supuesto, una definición clásica. La tiene en estos muros: clásica y severa.

En Trinquet de Cavallers hubo en su día el primer corral de comedias de Valencia. Ahora es una calle de muros lisos y atardeceres lentos, pero también de noches largas y silenciosas. Así debió ver estas calles Alejo Carpentier, de joven, y así nos las describe en La consagración de la primavera, cuando, perdido en ellas, de noche, los franquistas bombardean la ciudad y se apagan todas las luces de golpe. La página es estremecedora.

En el inmenso corazón de la ciudad antigua, un farolillo ilumina un pequeño callejón que va a dar a nuestra calle. Está sobre la puerta del colegio de San Felipe Neri y sirve para facilitar la entrada a los estudiantes amigos de la noche. Por un momento, nos recuerda el farol, también prudente, que acoge al forastero en el seminario francés de la ciudad eterna. La virgen, benigna, nos sonríe mientras contemplamos la recogida placidez de esa viñeta. En las horas nocturnas, ese rincón, casi furtivo, justifica la belleza de Valencia y la ilumina.

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