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Columna
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Al revés

El presidente del Gobierno, José María Aznar, está deseando que maten a los soldados españoles que ha enviado a Irak. Lo digo como quien canta en un karaoke, intentando imitar sus razonamientos habituales: si mueren unos cuantos soldados, los de la oposición hablarán y yo podré acusarlos de querer sacar tajada del infortunio y de subirse encima de los ataúdes para parecer más altos. Ya lo saben: aquí, o mudos o antipatriotas.

O sea, que todo tiene su cara B y su cara C, su parte de atrás, su contrahistoria, su revés. Pero hoy lo de Aznar, por mucho que sea, como dice una vecina de mi madre propensa al terrorismo gramatical, para rascarse las vestiduras, no lo escribo más que a modo de ejemplo. De lo que vamos a hablar ahora es de las máquinas, de la trastienda de todos esos utensilios que son, en teoría, el progreso, digo, es un decir.

Con estas temperaturas asesinas, los aparatos de aire acondicionado funcionan 24 horas al día; los ventiladores se agotan en los comercios y las depuradoras de las piscinas trabajan hasta ponerse al rojo vivo. Todo eso es, a primera vista, una señal de bienestar, un triunfo de la sociedad de consumo: uno entra en su casa, enciende sus acondicionadores o se hunde en el agua benéfica de la piscina y siente que no importa tanto si el Paraíso existió o no existió como que exista la idea del Paraíso, la convicción del ser humano de que es posible hacerlo todo más placentero, más confortable.

Pero esa misma persona que se siente satisfecha en sus habitaciones a 19 grados o con su piel blindada por el agua fría sale a la calle o simplemente se tumba después de comer para descansar, después de un día agitado, y ve que la parte de atrás de ese Edén, como el de casi todos, es el Infierno. El placer de los demás se convierte en su martirio, y pronto se siente agredido y atormentado por los cien mil zumbidos, martilleos, chirridos y percusiones de los demás, por los aparatos de aire acondicionado, las depuradoras y los ventiladores de los otros, por sus cortacéspedes, sus coches, sus radios, sus televisores... España es uno de los países de Europa con un índice más alto de contaminación acústica, lo cual quiere decir muchas cosas; una de ellas, que es uno de los sitios en los que las personas se respetan menos entre sí. El placer es, a veces, egoísta.

Las molestias terribles que causan, por ejemplo, los aparatos de aire acondicionado se producen porque la ley es, en eso como en tantas cosas, permisiva y blanda. Existe la obligación de instalar los acondicionadores a varios metros de las viviendas contiguas, pero, en un altísimo tanto por ciento de los casos, esa distancia no se respeta y el reparto intolerable que los desalmados hacen del armatoste es vergonzosa: yo me quedo con el fresco y al vecino le endoso los ruidos. Cuando el ciudadano agredido presenta una denuncia en la Oficina de Consumo, el Ayuntamiento de Madrid tarda meses en contestar, y el suplicio de la víctima se hace insufrible mientras el avasallador disfruta a lo grande, día y noche, de su falta de urbanismo.

Cuando se sale a dar un paseo, la cosa es parecida: bares, cafeterías y comercios ponen a veces sus aparatos de aire acondicionado a la altura de las cabezas de los viandantes y caminar por la ciudad recibiendo la vaharada caliente del aire que descartan las máquinas perversas es como si a uno le fueran dando en la cara con una toalla empapada en salsa de albóndigas guisadas o algo así. Un asco.

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La ley debería ser más eficaz y más rápida en estas cuestiones. Y poner normas, que es su obligación. Hoy en día existe la posibilidad de instalar los motores de las máquinas de aire acondicionado en las azoteas de los edificios. Y también es posible que varios acondicionadores se alimenten de un solo motor. ¿Por qué no se obliga a quienes deseen tener aire acondicionado en sus casas a que los instalen de ese modo?

En verano, con la ciudad el doble de silenciosa porque hay la mitad de coches, los ruidos se oyen mejor, instalan su campamento en el oído de quienes los sufren con más rapidez y se meten hasta el cerebro de los infortunados buscadores de paz y sigilo como reptiles del más allá, de esos que en las películas de ciencia-ficción colonizan el cuerpo de los habitantes de la Tierra para alimentarse de ellos. Un espanto.

Ya ven, todo tiene su cara B. No hace falta más que un mentiroso o un canalla para que lo que parecía blanco se vuelva negro. ¿Dónde está el Paraíso? En el mismo lugar que el Infierno.

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