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Columna
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La investigación

Cuando despertó, reconoció dónde estaba y de qué le acusaban. Le faltaba averiguar si en el transcurso del proceso que le abocaba a esta situación extravagante -en realidad, un callejón sin salida-, sus inquisidores habían examinado su demanda. Desde que permanecía en aquellas cuatro paredes, equiparaba la reivindicación de su derecho al principio de su infortunio. Una fuerza difusa se empeñaba en anular sus argumentos. Y al hacer balance de su experiencia, le escocía menos la derrota que el escarnio.

Se encontraba en aquel edificio de la Puerta del Sol, entre las calles del Correo y de Carretas, donde en algún momento de su vida creyó penetrar triunfante. Recordó aquel embrión de Gobierno republicano -14 de abril de 1931- traspasando la puerta de esta sede, llevado en volandas por miles de papeletas impulsoras, miles de pañuelos blancos, miles de sombreros agitados, miles de gargantas con el himno reivindicativo, miles de puños, en fin, aupando sobre el vasto pavés de su prieta superficie la candidatura de la coalición de izquierda que, por mandato de las urnas, asumía la representación del poder popular en el centro geográfico de la Península, simbólicamente hablando.

Quizá apoyado en esta efemérides -a modo de cariñosa palmada en la espalda-, quiso volver al mismo lugar en el mes de junio de 2003. Lo que había sido Ministerio de la Gobernación y luego reducto de la policía política, era hoy residencia de la Comunidad Autónoma madrileña. Los ciudadanos le habían elegido para presidirla y unos pleitos de familia se la habían arrebatado. Un precepto romano, "las cosas claman por su dueño", le incitaba a presentarse donde aspiró a gobernar. El destino anterior del edificio le convertía en idóneo para denunciar un robo. Se suponía respaldado por los hechos y por los que, al haberle votado y ganar con él las elecciones, también se sentían despojados. Llevaba el desconcierto de quien ha perdido la cartera cuando recorría aquellos pasillos donde los presos marcharon esposados, las habitaciones fueron mazmorras y en los sótanos resonaba aún la vileza de las torturas. Sensatamente, se negaba a resucitar fantasmas pero, conforme se trasladaba de una a otra parte en defensa de su razón, recibía los desaires, insultos y humillaciones que se dispensaban cuarenta años antes, cuando ese caserón de la Puerta del Sol era la Dirección General de Seguridad de una dictadura.

¿También hoy, como entonces, valía cualquier medio para desbaratar la victoria de una coalición de izquierda? No se le pidió el carnet ni se le hicieron fotos; se le conocía sobradamente de frente y de perfil y se disponía de documentación sobre sus antecedentes, políticamente censurables. De este modo, su pretensión de justicia quedó sepultada en aquella Babel de asperezas por un centón de reproches. Como en las pesadillas, quien deseaba ser redimido fue encausado. Y cuando, sin abandonar las formas, protestó, la fragante señoría de aquel recinto, Blancanieves rodeada de guardaespaldas, le llamó: "Goebbels".

Aquel día, Goebbels vestía traje, camisa y corbata; iba de bonito, como se dice entre la clase de tropa. Seguía Goebbels la tradición de la pobreza española que se pone su mejor ropa cuando va a solicitar reparación a una injusticia y debe causar buena impresión entre sus valedores: magistrados, banqueros, políticos, la clase alta, en fin, de situados como Blancanieves. Esos ricos que al defender sus intereses riñen -cuando no vejan- a los desiguales con la impunidad concedida a su graciosa mano desde que el mundo es mundo para retener dividendos y repartir limosnas.

Esa inmaculada concepción de la riqueza le había descalificado con la falta de decoro de quien se sabe autorizada para ofender desde los tiempos de Calomarde. Una dama es una dama, una dama, una dama, reiteró el agraviado abriendo los ojos. Tenía ante sí, perfectamente identificado, el problema previsto en los manuales: cuando el poder ampara al delincuente y desampara a la víctima y no investiga al sospechoso, sino al que pide la investigación, eso es fascismo. Lo repitió durante mucho rato para consolarse de tanta tomadura de pelo y finalmente se incorporó, como si fuese a reaccionar.

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