Degradación institucional
Pocos días antes de ser depurado como fiscal Anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo, hizo unas declaraciones en las que llamaba la atención sobre la degradación institucional que se estaba produciendo en España cuando estamos a punto de celebrar el 25º aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución. En lugar de un sistema político que hubiera debido ir ganando en vitalidad a medida que se fuera alejando de los años negros de la dictadura franquista y que avanzara en la imposición de usos democráticos, estamos dando marcha atrás y regresando a comportamientos no propios de una dictadura, pero sí predemocráticos.
Éste era el diagnóstico de Carlos Jiménez Villarejo, diagnóstico que, sin duda, le influiría de manera decisiva a la hora de tomar la decisión de anticipar dos años su jubilación y con el que me gustaría no estar de acuerdo, pero con el que no me queda más remedio que coincidir. Cuando el ex fiscal Anticorrupción hizo sus declaraciones era la compra de la Comunidad de Madrid el desencadenante inmediato de sus reflexiones. Me imagino que cuando haya tenido conocimiento de lo ocurrido en Marbella esta semana, la sensación de asco y de impotencia que le ha llevado a tirar la toalla tras más de 35 años de servicio público que le habían conducido a ser en este momento el número 1 en la carrera fiscal, se habrá visto todavía incrementada.
Lo grave es que nos hemos quedado sin respuestas institucionales para los problemas que se plantean
Y no es para menos. Porque lo grave es que nos hemos quedado sin respuestas institucionales para los problemas que se nos están planteando. Lo ocurrido en Madrid y en Marbella puede volver ocurrir en el futuro, sin que dispongamos de instrumentos para evitarlo. Ahora mismo, en el ordenamiento español, no disponemos de ninguna barrera no ya que impida sino que dificulte siquiera comportamientos como los que se han producido en la Asamblea de Madrid o en el Ayuntamiento de Marbella. Únicamente una incorruptibilidad de los parlamentarios y concejales similar a la del brazo de santa Teresa podría impedir que esto volviera a ocurrir.
El legislador español, con una desconfianza razonable en la condición humana, estableció una barrera objetiva y razonable al transfuguismo en la ley reguladora de las elecciones municipales de 1979. En el artículo 11.7 de dicha ley se disponía que los escaños de concejales no eran de titularidad individual, sino que pertenecían al partido bajo cuyas siglas habían concurrido los candidatos a las elecciones, de tal manera que si un concejal o alcalde dejaba de ser miembro del partido perdía su condición de representante municipal, ocupando su lugar el candidato que figuraba a continuación en la lista.
La norma tenía su razón de ser. La política municipal es el terreno más apropiado para que se pudieran producir casos de transfuguismo y es, en consecuencia, por donde podía introducirse este tipo de práctica en la cultura política del país. De ahí la necesidad de atajarla de raíz con una medida tan drástica.
Desgraciadamente, el Tribunal Constitucional, en la sentencia 5/1983, declaró anticonstitucional el artículo 11.7 de la ley de 1979 y lo hizo en unos términos extraordinariamente rotundos, de tal manera que no parece posible que una norma similar a aquella pudiera volver a reintroducirse en nuestro ordenamiento. Aunque la sentencia no fue dictada por unanimidad, ya que hubo votos particulares de varios magistrados que consideraban que el precepto en cuestión era plenamente constitucional, fue confirmada posteriormente en varias ocasiones, no dejando, como digo, prácticamente ningún margen al legislador para encontrar una respuesta al problema del transfuguismo.
Y sin barrera legal es muy difícil que podamos tener una respuesta satisfactoria frente a los casos de transfuguismo que periódicamente se repiten. Los pactos anti transfuguismo no han servido hasta la fecha para poner fin a la práctica que condujo a su firma. Periódicamente son transgredidos y periódicamente se vuelve a reunir la mesa de seguimiento de los pactos, para renovar la condena, sin que nadie tenga la más mínima confianza en que dicha condena va a servir para algo.
La corrupción política no es más que la privatización del poder, es decir, el sometimiento por vías soterradas y espurias del poder política a la propiedad privada. La separación del poder político en todas sus manifestaciones territoriales de la propiedad privada es el secreto del Estado Constitucional, es lo que le hace ser una forma política superior a todas las demás que se han conocido antes en la historia de la humanidad. El poder no es de nadie y por eso tiene que ser de todos, siendo elegidos los gobernantes por todos los ciudadanos mayores de edad. Por eso el Estado es un poder representativo. La corrupción transfuguista es, en consecuencia, lo que lo desnaturaliza, lo que retrotrae al poder político a formas premodernas de ejercicio del mismo.
Y a eso es a lo que estamos asistiendo con un descaro cada vez mayor. En Madrid, Alfredo Tamayo y María Teresa Sáez han pretendido justificar su conducta en la entrega del poder por parte de Rafael Simancas a los "comunistas". La justificación era ridícula, como se ha puesto claramente de manifiesto en la comisión de investigación de la Asamblea de Madrid, pero los tránsfugas se veían obligados a tener una coartada de naturaleza política. En Marbella, Isabel García Marcos ha renunciado a cualquier tipo de coartada y ha procedido a actuar de la manera que lo ha hecho porque sí. Una decisión tan grave como la que ha tomado, no ha merecido por su parte explicación de ningún tipo. Una desvergüenza política tan desnuda no la habíamos conocido hasta la fecha.
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