Pocaleche y Arroganz
Érase una vez dos tribus del Norte cuyos jefes no se podían ni hablar. Juan José Pocaleche y Don Miguel Arroganz se llevaban tan mal, que pocos confiaban en llegar a verles fumando la pipa de la paz. Sus tribus permanecían separadas en una patria liderada por José María Nadená, quien se negaba a reconocer conflicto político alguno que cuestionara su ordenamiento territorial.
Los Pocaleche se distinguían por su exquisita palabra y mejor paladar. Algo indecisos y prepotentes tal vez, pero en el fondo era gente de buena voluntad. Muchos mantenían ancestrales vínculos con la tribu de los Arroganz, quienes destacaban por su excelente orgullo y sus deseos de vivir en libertad.
La tribu Silla estaba compuesta por nativos tanto de Pocaleche como de Arroganz. Aunque no estaban oficialmente reconocidos, exigían un diálogo directo entre sus jefes para que consultaran pacíficamente la voluntad de toda la comunidad.
En este punto sin embargo, los Nadená volvían a negarse de plano a todo amago separatista, predecían, y movilizaban a su ejército de cien mil soldados para defender la unidad constitucional. Un poco más al norte, en una pequeña reserva propiedad del gran François Legrand, residía más gente que como los Silla, también quería opinar sobre su identidad común con las demás tribus.
La diferencia principal entre las tribus y las reservas era que éstas no podían elegir a su propio jefe, y por tanto no tenían derecho a mantener relaciones de tipo tribal. Aunque todas compartieran tres rasgos comunes: el Euskara Bantú, su lengua sagrada, el profundo amor por su tierra, y el respeto hacia la cultura y tradiciones de sus antepasados.
Y mientras Juan José y Don Miguel no se sentaran a hablar de jefe a jefe, reconocieran a un representante de la reserva de Legrand, consultaran a la gente y garantizaran el cumplimiento de la voluntad popular... tribus y reserva seguirían como siempre. Como en el cuento de Pocaleche y Arroganz.
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