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Siete millones de votos

Pablo Salvador Coderch

Siete millones de españoles carecen de derecho a voto y nadie se escandaliza por ello. Todavía no, pero tampoco me asombra: durante gran parte del siglo XIX los hombres pobres no podían votar y hasta bien entrado el XX las mujeres estuvieron al margen de los procesos electorales. Empezado este siglo XXI los niños todavía no pueden votar. En este cuento de verano, quiero que imaginen por un instante cómo sería el año electoral que se nos viene encima si los niños de este país tuvieran derecho al voto y lo ejercieran de algún modo razonable. Nada volvería a ser como antes.

Desde que, en 1957, Anthony Downs publicara la Teoría Económica de la Democracia, sabemos que los políticos profesionales se ganan la vida -esto es, las elecciones- si consiguen ajustar su programa electoral a las preferencias del elector que está en el centro, es decir, a aquél cuyos gustos políticos están en el medio justo de los caprichos de todos. Esto explica, de paso, por qué las campañas mueren en el aburrimiento universal e inevitable de las gentes, pues al final gana quien consigue el voto favorable del votante mediano, un tipo soso por definición.

El voto de la infancia abriría una ventana al futuro y nos daría vistas a un paisaje muy distinto al que estamos acostumbrados

El elector mediano europeo occidental debe ser un hombre o una mujer de unos cuarenta y algunos años. Para empeorar las cosas, como no todos lo electores votan y los jóvenes votan menos que los viejos, el votante mediano debe de tener mi edad, en torno a la cincuentena, algo medianamente apasionante, digamos. Uno, que es realista, cree que la edad condiciona muchas cosas y, a la postre, el sentido del voto: a la mía manda una lucidez intermitente y escéptica.

Pero en el país de mi cuento, el voto de los niños rejuvenecería la nación política y le daría visión a largo plazo, pues forzaría a la clase política a presentar programas y a formular promesas en sintonía con las preferencias de los más jóvenes y no, como sucede ahora, según los menús al gusto de las personas más hechas, como yo, vamos. En la práctica, los políticos hablarían menos de las pensiones de hoy, pero más de las que habría que pagar dentro de 40 o 50 años y, desde luego, hablarían mucho más de las escuelas.

Esta propuesta insensata recuerda a otras más vituperadas si cabe que han reclamado dotar a los recién nacidos con un capital de partida para garantizar a todos la igualdad real de oportunidades. Pero ahora hablo de dotar a los niños con capital político, no sólo con dinero: el voto infantil permitirá, por fin, que el sufragio sea universal.

Adelanto las esperadas objeciones del politólogo mediano: los bebés no saben ni hablar, los niños son manipulables y los adolescentes, salvajes. No me impresionan: todas son salvables y, es más, mi propuesta se puede articular de forma tal que matemos varios pájaros de un tiro. Veamos cómo.

Ningún español menor de 18 años tiene derecho al voto, para ser más exactos 7.341.287 carecían de derecho al sufragio activo y pasivo en la España de 2001, según informa el Instituto Nacional de Estadística. Cabría poner remedio a ello con una reforma de nuestras leyes más básicas cuyo primer borrador sería el siguiente:

Artículo Primero: Los españoles menores de 18 años tienen derecho al sufragio activo. Artículo Segundo: Por los menores de 12 años, votan sus padres de común acuerdo; en defecto de tal, vota el progenitor que más molestias se ha tomado en traer el niño al mundo y en criarlo, esto es, su madre. Artículo Tercero: Los mayores de 12 años y menores de 18 votan de acuerdo con sus padres del modo establecido en el artículo anterior; en su defecto, no votan.

La propuesta introduce el derecho al sufragio infantil con un sesgo feminista descarado: a la hora de votar o, al menos, a la de hacerlo por los niños, me fío más de las mujeres que de los hombres o, mejor dicho, más de las madres que del resto de la ciudadanía. No creo que muchas personas osen a defender en público que mi cuento del verano político español y catalán es políticamente incorrecto porque favorece a millones de madres jóvenes, así como a su agenda política. Porque, ¿quién habría de oponerse a la adopción de una medida que, en una sola emisión de voz, apodera a la sexta parte de los ciudadanos que están al margen del más básico de los derechos políticos, favorece a los niños, beneficia a las mujeres y rejuvenece la agenda política?

La información sobre la vida política española y catalana genera un hastío letal. Confieso sin vergüenza seguirla entre poco y nada: se centra, obsesiva, en lo que dicen los políticos, en declaraciones, en lugar de hacerlo en las políticas que proponen y en lo que realmente hacen para conseguir poder o continuar en él. El voto plural de la infancia abriría una ventana al futuro y nos daría vistas a un paisaje muy distinto del que estamos acostumbrados a ver. Pagaría bien a quien intentara imaginar cómo sería y quisiera pintar los dibujos de este cuento de verano.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra

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