Los hermanos Husein
La incapacidad de las tropas estadounidenses para localizar a sus más encarnizados enemigos -sea Osama Bin Laden o Sadam Husein- ha sido aliviada en parte con la muerte de los dos hijos del déspota iraquí, sanguinarios como su padre y como él pilares del terror baazista. Los cadáveres de Uday y Qusay, reconstruidos facialmente, han sido exhibidos ante los periodistas en el aeropuerto de Bagdad. El suceso, acentuado por otra delación que permitió detener ayer en Tikrit a guardaespaldas muy próximos a Sadam, alimenta expectativas de que se aproxima el encuentro con la pieza más buscada de Irak. Está por verse, sin embargo, si la eliminación de los hermanos va a servir para aliviar los ataques contra las tropas ocupantes o si los seguidores del dictador derrocado mantendrán su moral de resistencia.
La versión oficial del alto mando asegura que los soldados que cercaron la casa de Mosul donde se refugiaban los hijos de Sadam exigieron primero su rendición. La respuesta armada desde el interior, según esta versión, desató el devastador asalto estadounidense que acabó con sus vidas. El desenlace alivia a un Bush que encara la reelección con una marcada tendencia bajista en las encuestas, y le permitirá modelar el debate sobre Irak en términos más favorables que los actuales. Fortalecerá también la moral de las tropas estadounidenses en el país árabe y alejará los temores de muchos iraquíes, todavía no convencidos de que el régimen haya sido derrocado definitivamente.
Pero tiene algunos inconvenientes. Uno de ellos es si EE UU será capaz de convencer a los iraquíes, una sociedad instalada en la sospecha y la teoría de la conspiración occidental, acerca de su versión de los acontecimientos; otro, haberles privado de los propios testimonios de Uday y Qusay sobre los crímenes que protagonizaron. Nunca ha sido fácil, y ahí están los ejemplos recientes de la antigua Yugoslavia, llevar ante la justicia a déspotas y genocidas en activo. En este sentido, cualquier esfuerzo hecho por la 101 División para capturar vivos a los hijos de Sadam habría merecido la pena.
EE UU ha eliminado o apresado ya a casi todos los protagonistas de su famosa baraja, sobre algunos de los cuales, y en contra de los principios que proclama, mantiene un inadmisible silencio, se trate de su paradero o de las condiciones de su detención. Pero ni la misma captura o aniquilación de Sadam, que creen husmear ya los generales sobre el terreno, será suficiente para pacificar Irak si Washington no apremia con el plan anunciado por Bush para acelerar la devolución a los iraquíes de las decisiones sobre sus propios asuntos. Hacerlo con legitimidad y eficacia exigirá inevitablemente mucha mayor presencia y protagonismo de la ONU.
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