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Columna
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Ceguera

EN 1749, Denis Diderot publicó Cartas sobre los ciegos, donde, so capa de defender los sentidos como única fuente de conocimiento, estableció, por primera vez, la autosuficiencia intelectual de los privados de la visión, porque, según él, la carencia de este órgano perceptivo fundamental implicaba el desarrollo compensatorio de otros, como el oído y el tacto, a un nivel de afinamiento tan sofisticado como jamás podría lograr un vidente. De manera que, más que seres "inferiores" por otra causa que la de vivir en un mundo dominado y hecho a la medida de los que ven, los ciegos eran simplemente "diferentes". Con esta versión ilustrada de la ceguera, que hoy compartimos, se cumplió el proceso histórico de su secularización, alejando de ella, de esta manera, todos los fantasmas que tradicionalmente se cernían al respecto: la del sentimiento ambivalente frente a lo "sagrado", que es lo extraño e incontrolable. Es lógico, por tanto, que Moshe Barasch, La ceguera. Historia de una imagen mental (Cátedra), un historiador del arte que ha estudiado algunos modelos de representación artística de ciegos a lo largo del tiempo, concluya su periplo con el citado ensayo del enciclopedista francés, como dando a entender que, desde entonces, para nosotros, la ceguera ya no es fuente de ninguna superstición.

Sin objetar nada a un estudio correcto, que elude la erudición prolija para no resultar aburrido, yo creo, no obstante, que el problema de la ceguera, más que terminar, comienza verdaderamente en nuestra época, donde el conocimiento científico se basa en una realidad por completo invisible. El propio arte de nuestra época, antes de representar lo ocularmente invisible, se desarrolló al filo de las sombras, no sólo fijando nuestra atención en lo que dramáticamente acecha en la oscuridad, sino convirtiendo la noche, lo negro, lo visualmente impenetrable, en algo sublime, por no hablar de las llamadas "artes mecánicas de la luz", que tratan de aprehender lo que se nos escapa a simple vista, no sólo por ser imperceptible, sino insoportable.

Por consiguiente, quizá hoy aceptemos con normalidad la diferencia que implica ser ciego, porque lo que ocupa constantemente nuestra visión y nos entretiene es algo irreal y no le concedemos el menor crédito. También podríamos decir lo mismo de lo que oímos, que es, si cabe, todavía más monótono y banal, porque los otros sentidos más arcaicos, como el tacto, el gusto y el olfato, están ya definitivamente neutralizados y dependen por completo del artificio de lo virtual. No sé; pero no deja de ser curioso que el empeño dominante del arte de nuestra época sea lo invisible, mientras la música ha hecho del silencio su principal monumento. En el fondo, es una forma de volver a sacralizar el misterio, que nos impone límites, aunque, en la actualidad, sólo el arte sea capaz de reconocerlo.

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