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Columna
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Europa: una identidad contra la guerra civil

1. Si es cierto que las identidades se definen contra algo o alguien, la identidad europea se ha formado contra la guerra civil. Digo civil, porque si los europeos realmente queremos formar un demos común, las guerras entre europeos son guerras civiles. Durante siglos, los europeos se han matado unos a otros. Fue necesario el descubrimiento del exterminio nazi -la ruptura de todo límite en el ejercicio del mal- para que surgiera la necesidad de construir Europa contra la matanza de europeos, contra el genocidio industrial, contra la conversión de los crímenes de lógica en razón de Estado. Y así nació la nueva Europa.

El sentido del demos europeo en construcción lo encontramos ya en las Cartas a un amigo alemán, de Albert Camus. Cuando Camus escribe "nosotros" no significa "nosotros franceses", sino "nosotros europeos libres", del mismo modo que cuando escribe "vosotros" no significa "vosotros alemanes", sino "vosotros nazis". Este "nosotros" camusiano es el origen del nuevo demos europeo cuya identidad y legitimidad surge contra el mal absoluto, contra la guerra civil y, por tanto, indisociablemente unida a la defensa de la libertad. Jorge Semprún explica que fue en Buchenwald donde entendió por primera vez qué era Europa. Allí, un puñado de europeos luchaba por la supervivencia contra el nazismo. Aquel grupo era Europa. En él había jóvenes de la Unión Soviética, especialmente ucranianos, que también eran Europa en su resistencia. Estos jóvenes, cuando regresaron a la URSS, se convirtieron en sospechosos de complicidad con los nazis por el solo hecho de haber sobrevivido y en su gran mayoría fueron a parar a Siberia, donde siguieron resistiendo contra el totalitarismo, en este caso el estalinista; es decir, siguieron -quizás sin saberlo- reconstruyendo Europa. Y sería enormemente injusto negarles el derecho a ser europeos. Por esta razón -y por otras de carácter cultural- Europa ha estado incompleta hasta que han empezado a llegar los países del Este. Por esta razón, aunque pueda resultar paradójico, Europa no puede ser ilimitada pero debe atender a todas los países que llamen a la puerta.

2. La identidad contra la guerra civil es exactamente lo contrario de las unidades de destino en lo universal. "Una civilización es un antidestino", escribe Glucksmann: se une "contra aquello que la destruye". La peculiaridad de la identidad europea es su carácter de identidad abierta o trascendente, que no se define por la exclusión del otro, sino por la incorporación al nosotros de todos aquellos que rechazan la guerra civil, independientemente de su origen o procedencia. Europa debe demostrar que, en contra de la doctrina de Carl Schmitt, se puede hacer política sin necesidad de señalar al enemigo. Por eso es un error creer que la identidad europea se construirá contra los Estados Unidos. Con los Estados Unidos hay y habrá conflicto de intereses, diferencias en la concepción del mundo y problemas de competencia, pero es absurdo pensar la relación con ellos en términos de amigo-enemigo, que en realidad es la trampa que la doctrina de los neoconservadores americanos nos tiende. Sólo los que sufren la enfermedad infantil llamada antiamericanismo pueden caer en esta celada.

La identidad europea se proyecta siempre más allá de ella misma -a riesgo de ser sospechosa de imperialismo identitario- conforme a la exigencia ilustrada que le obliga actuar "de modo que toda máxima pueda valer siempre al mismo tiempo como un principio de legislación universal" (Kant). Y precisamente porque se funda en la experiencia del mal es una identidad vigilante, atenta a las amenazas de destrucción y autodestrucción.

Si las identidades cerradas han sido y son -véase los Balcanes- las banderas del enfrentamiento civil entre europeos, la identidad que surge contra este conflicto es naturalmente abierta. No tiene otros límites a la incorporación al "nosotros" que el rechazo de la guerra civil y la aceptación del marco pactado de reglas del juego. Como todo proceso de desterritorialización genera crisis y fracturas. Siempre hay quien reacciona con miedo cuando las fronteras y las certezas se desdibujan. Unos buscan amparo y cobijo en el regazo del más fuerte -como el frente atlantista que arropó a Bush durante la guerra de Irak-, otros se pierden en el túnel del tiempo de las sociedades cerradas -como el frente nacionalista que rechaza los procesos de globalización-. Y es natural que ante el desasosiego del cambio los más conservadores quieran reafirmar los valores de la tradición en los documentos fundamentales de la nueva Europa. No deberían olvidar que el cristianismo es en Europa a la vez catolicidad -otra forma de vocación universal- y diversidad; la fractura del cristianismo marca, como explicó Voltaire, el paso a la libertad: "Si en Inglaterra hubiese una sola religión, podríamos temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían la cabeza unos a otros; pero hay treinta y viven en paz y felices".

3. ¿Por qué es abierta la identidad construida contra la guerra civil? Porque el mínimo denominador común es el rechazo a la destrucción fraternal. Y más allá de ello todas las ideas y posiciones son susceptibles de ser presentadas y argumentadas en la escena europea. El patriotismo es un patriotismo de las libertades, no del conflicto entre diferentes "nosotros", porque la única línea de exclusión la marca quien quiere volver a la guerra civil. Es decir, a la autodestrucción de Europa. Lo que equivale a la desaparición de la identidad europea. Ésta define por tanto una peculiar relación al Otro. Y, en este sentido, el debate sobre las fronteras es decisivo. No sólo en lo que se refiere a los límites geográficos, sino también a las fronteras interiores. Europa no puede ser un mundo blanco fortificado que reacciona paranoicamente contra todo aquello que le parece distinto. En relación al exterior ha de tener la permeabilidad necesaria tanto para proyectarse como para dejarse inseminar y contagiar. En relación al interior debe asumir que la globalización se produce en todas direcciones y que también Europa es a la vez motor y receptor de este proceso. Esto significa no rehuir ni el contacto ni el conflicto, sino transformarlos en políticas y en instituciones compartidas.

Sin duda hay un peligro: creer que con la pacificación de Europa se ha alcanzado la plenitud, la actualización histórica de la potencia europea. Esta fantasía confirmaría la difícil relación de los europeos con la responsabilidad -viciados por la guerra fría- y daría la razón a aquellos americanos que, al modo de Robert Kagan, ven Europa como paraíso postheroico incapaz de reconocer los problemas del mundo e impotente para afrontarlos.Precisamente porque la única exigencia común es el rechazo de la autodestrucción y su consecuencia -la proyección universal de quien no quiere asfixiarse en un espacio endogámico-, Europa sabe que la unidad no es un valor en sí mismo. El valor es el pluralismo. Y la identidad no es un hecho previo a cualquier proyecto común inscrito en la piel de la historia de los europeos, sino -como dice Etienne Balibar- "una cualidad de la acción colectiva" que se va modelando conforme varían las interrelaciones con el marco global, la evolución de la sociedad europea y la aparición de nuevos actores que definen nuevos imaginarios y nuevas solidaridades.

4. La identidad contra la guerra civil como identidad minimalista. Una identidad reducida a lo esencial que no pretende abrumar la conciencia ciudadana con relatos tan grandilocuentes como artificiales. Está inscrito en la conciencia europea moderna que la guerra es aquello que hay que evitar. Los americanos lo ven como una debilidad o un signo de impotencia. Y puede que en parte lo sea. Pero este tabú de la guerra construido sobre las imágenes del exterminio es constitutivo de la identidad europea. La negociación y el acuerdo son para Europa instrumentos primeros, no equiparables a la guerra que sólo puede ser un recurso de emergencia, sin que ello signifique encuadrarla en un franciscano papel de divina mediadora. Los americanos han practicado un imperialismo moderno de ida y vuelta: actúan y se van, están presentes para destruir, pero se van a la hora de construir. Los europeos han practicado un imperialismo clásico: de conquista y ocupación de territorios. Y la experiencia ha dejado heridas y amargos regustos.

Lamentablemente el preámbulo de la Convención -de una banalidad difícil de superar- se pierde en un ridículo relato de una Europa "portadora de civilización" desde "los albores de la humanidad" que en ningún punto da cuenta de la experiencia de confrontación sobre la que se ha forjado la identidad europea. Una identidad no se impone, se forma, se desarrolla, se extiende: el tabú del enfrentamiento civil fue seguido por el rechazo del totalitarismo político y del autoritarismo moral (las movilizaciones del 68, de París a Berlín y Praga, fueron determinantes en este sentido). La identidad se irá afirmando a medida que la experiencia cotidiana de los ciudadanos vaya incorporando dimensión europea y no sólo local y nacional, condición necesaria para la consolidación de un demos europeo (durante la guerra contra Irak han aparecido indicios de la formación de una opinión pública europea). El euro como símbolo de la unidad económica es indudablemente un factor identitario.

Se puede argumentar que mientras la identidad europea sea tan minimalista, las identidades nacionales tienen larga vida asegurada. La gente siente necesidad de pertenencia, quiere sentidos comunitarios fuertes y no se da cuenta de que toda identidad representa una cierta pérdida de libertad, mayor cuanto más se aprietan las tuercas de lo identitario. La identidad europea ni puede ser -por la experiencia de los ciudadanos- una identidad del mismo grado que las nacionales ni tiene que ser incompatible con ellas. El sentimiento contra la guerra civil tiene una fuerza superior a los míticos relatos nacionales construidos sobre el abuso de poder, la memoria selectiva y el engaño. España sabe algo de esto: contra la guerra civil ha sido el valor común que ha hecho posible una transición relativamente pacífica.

La identidad contra la guerra civil tiene algo de renovación de las promesas del contrato social, después de que la experiencia moderna alcanzara sus límites (el totalitarismo y las armas de destrucción masiva). El modelo social europeo no es ajeno a los fundamentos de esta identidad. Se construyó en la posguerra para reforzar el rechazo a la guerra civil. Y requiere actualizaciones y reformas. Pero destruirlo sería un modo de autodestruir Europa, de regresar a la guerra civil.

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