Fiscales a mano
El Consejo Fiscal, órgano consultivo del fiscal general del Estado, ha dado el visto bueno a la sustitución de Jiménez Villarejo y de Fernández Bermejo al frente de la Fiscalía Anticorrupción y de la del Tribunal Superior de Madrid, respectivamente. Esa votación le permite salvar la cara a Jesús Cardenal, pero no por ello evitará el tufo de limpieza ideológica que tiene el plan de renovación de la cúpula fiscal ejecutado por el fiscal general, que ha cumplido al pie de la letra el deseo gubernamental de relevar a los jefes que considera "díscolos" e "incómodos".
La opinión del Consejo Fiscal ha importado muy poco a Cardenal y al Gobierno cuando no se ha acomodado a sus designios, como se puso de manifiesto con el nombramiento del actual fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, designado para ese cargo, en el que ahora ha sido renovado, a pesar de que su candidatura fuera rechazada por unanimidad en tres ocasiones por ese órgano consultivo. El aval del Consejo Fiscal adorna la decisión de Cardenal y facilita los planes del Gobierno, pero no la hace menos arbitraria.
Cardenal ha aprovechado la limitación a cinco años del mandato de los fiscales jefes, introducida por el nuevo Estatuto Orgánico del Ministerio Público, para remodelar la cúpula de la carrera, no tanto en razón de criterios objetivos de mérito o trayectoria profesional de los candidatos como de su capacidad de adaptación a un modelo de fiscal más receptivo a la influencia gubernamental. No es casual que los destituidos sean sobre todo miembros de la Unión Progresista de Fiscales y que prácticamente ninguno de los nombrados pertenezca a esta asociación profesional.
Con la inapreciable colaboración de un fiscal general servicial y obsequioso con quien le nombró hace seis años, y de cuya voluntad depende su continuidad en el cargo, el Gobierno del PP ha logrado ejercer un grado de control jamás alcanzado en democracia sobre la fiscalía. Pero lo más deplorable es que lo ha conseguido al amparo del Pacto sobre la Justicia, en el que el Gobierno se ha comportado como un ventajista consumado con la incomprensible pasividad o ingenuidad del PSOE, que le dejó redactar la letra pequeña de la reforma y sólo ha reparado en el estropicio cuando era demasiado tarde.
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