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¿Guerra o desarrollo humano?

Adela Cortina

El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. O que no aprende. O que no quiere aprender. La guerra de Irak empezó supuestamente para descubrir armas de destrucción masiva. Más tarde, el objetivo pasó a ser la defensa del pueblo iraquí frente a Sadam Husein, y, por último, importó proteger a la humanidad del terrorismo de Al Qaeda, de nuevo supuestamente ligado al régimen de Husein. En todos los casos, la razón o la coartada para la invasión fue la defensa, la seguridad.

Acabada la guerra, las armas no aparecieron, ni hay rastro -al menos público- de Sadam Husein, ni tampoco de sus contactos con Al Qaeda. Y, sin embargo, nuevas sospechas de armas de destrucción masiva apuntan a países como Irán, la vieja doctrina de la seguridad nacional aflora en una versión renovada, la de la seguridad de Occidente: ante el hipotético enemigo no hay mejor defensa que un buen ataque. Si no aparecen las armas, a lo mejor aparece petróleo.

El hombre es el único animal que no quiere aprender, porque la doctrina de asegurar la paz mediante la guerra, como coartada o como razón de fondo, está más que cuestionada. No se asegura la paz con la guerra, sino con el desarrollo de las personas y de los pueblos.

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Hace ya más de dos siglos afirmaba Kant que, al discurrir sobre las relaciones entre los países, la razón humana lanza un veto irrevocable, "no debe haber guerra", porque no es éste el modo en que las personas deben procurar su derecho, sino construyendo una legislación universal que garantice en lo posible una paz duradera. El sueño de una legislación transnacional y cosmopolita, que ya se va plasmando en constituciones como la europea y en figuras jurídicas como la de la Corte Penal Internacional. Hoy sabemos que la legislación es necesaria y que hay que aprestarse a diseñarla, pero también que es preciso trabajar en las restantes dimensiones del desarrollo humano, si es que queremos garantizar de algún modo la paz.

En realidad, lo que recuerdan el terrorismo internacional, las matanzas de África, la interminable violencia en América Latina, las hambrunas y la miseria es la rotunda vulnerabilidad de los seres humanos, por la que todos necesitan protección. Pero no sólo frente a las armas, sino también frente al hambre, la enfermedad, la incultura, las doctrinas excluyentes que cierran la mente del terrorista desde la familia y la escuela, la desigualdad injusta, la agresión de los mercados financieros especulativos, el saqueo del medio ambiente.

Por eso la seguridad, que suele ligarse sólo al control de armas, ha de ampliarse a cuanto amenaza a las personas. Y, por cierto, no sólo a las que son ciudadanas de un Estado o de algunos Estados, sino a la humanidad en su conjunto. Esto es lo que entiende por "seguridad humana" el PNUD en su informe de 1994: la humanidad no está más protegida cuanto más armada, sino cuanto más desarrollada; la mejor defensa no es un buen ataque, sino el desarrollo de las personas y de los pueblos. Qué es el desarrollo es harina de otro costal.

Cuando empezó a proponerse como objetivo de las políticas económicas nacionales y de la estrategia internacional, al terminar la II Guerra Mundial, se impuso la idea de crecimiento económico, el modelo de Rostow, según el cual, un país está desarrollado si consigue despegar hacia un crecimiento económico autosostenido que conduce al consumo de masas. Para lograrlo, una nación debería industrializarse, utilizar tecnologías, modernizar sus instituciones y fomentar lo que Daniel Lerner llamó la "movilidad psíquica", es decir, la convicción de que los hijos pueden alcanzar un nivel de vida superior al de los padres.

Sin embargo, el desarrollo exige mucho más que el crecimiento económico. Muchos países han seguido las líneas del consenso de Washington -liberalización, estabilización y privatización- y, sin embargo, no se produce el deseado desarrollo. Las soluciones técnicas no bastan y las instituciones creadas para asegurar el desarrollo han de revisar sus estrategias porque, como el propio Banco Mundial reconoce, el desarrollo de un país exige contar al menos con cuatro formas de capital (natural, construido, humano y social), y no sólo con las dos primeras.

Bien puede un país tener excelentes recursos naturales, como es el caso de Venezuela, y alcanzar un bajo nivel de desarrollo, por la precariedad de la democracia, la impotencia de los ciudadanos, la desconfianza generalizada, la poca densidad de las redes sociales. El capital natural no basta para el desarrollo, y puede esquilmarse si faltan los otros tres. El capital construido, por su parte, las infraestructuras, el capital financiero, el capital comercial, son sin duda indispensables para el despegue. Pero difícilmente van a crearse en países social y políticamente inestables, con enormes desigualdades, donde resulta arriesgado invertir, no digamos atraer al turismo. La principal fuente de riqueza acaba siendo la aportación de los emigrantes, una gesta que se repite de tiempo en tiempo.

Sin capital humano y social, el desarrollo de un país está visto para sentencia. Pero -y esto es importante- de cualquier país, aunque haya grados: tanto de los que se encuentran "en vías de desarrollo" como de los que se tienen por desarrollados y están perdiendo a ojos vistas competitividad y riqueza social.

En principio, el capital humano más básico se mide por el nivel de nutrición y de salud, el nivel de educación media y el grado de libertad. Y, en este sentido, como dice Sen, salud y educación son dos palancas clave para iniciar el despegue de un país. Precisamente porque los salarios de sanidad y educación no son altos los gobiernos pueden invertir en ellos, empoderando así a las personas, que pueden convertirse en protagonistas de sus vidas, crecer en libertad, aumentando a la vez la capacidad adquisitiva de una parte importante de la población. Empoderar, no manipular, es siempre el camino.

Pero también forman parte del capital humano la integración y participación de los trabajadores en las empresas, así como los conocimientos y habilidades en trabajos cualificados y pioneros, la capacidad de innovación y gestión del conocimiento, como saben todos los departamentos de recursos humanos. Y son estas asignaturas en las que países como el nuestro pueden sacar una pésima nota en este caluroso fin de curso y repetir calificación en convocatorias sucesivas, si seguimos entendiendo que reducir gasto es reducir plantilla y precarizar el trabajo, y que el gasto en investigación y formación no es inversión, sino despilfarro.

Por último, componen el capital social la confianza, la densidad asociativa, el comportamiento cívico y los valores de una sociedad, y es ésta una forma de capital que lleva trazas de convertirse en la eterna asignatura pendiente no sólo de los habituales linternas rojas de la clase, sino también de la presunta avanzadilla.

La confianza en los representantes políticos, en la fortaleza de la democracia, en las transacciones comerciales y financieras, en las instituciones, en las relaciones interpersonales, crea esos "círculos virtuosos" en los que las gentes tienen ganas de invertir riqueza material e inmaterial, bienes económicos y participación personal, porque resulta fecundo hacerlo, se siguen ventajas de ello personales y colectivas. Pero no son los infinitos culebrones políticos lo que invita a confiar, las eternas descalificaciones mutuas de los partidos y los negocios de votos, como tampoco los escándalos financieros o judiciales. Los proyectos positivos ilusionantes, anunciados para cumplirlos, la experiencia de la lealtad y la transparencia es lo que genera confianza.

En ese caldo de cultivo tiene sentido el comportamiento cívico, que se extiende desde algo tan básico como el pago de impuestos, las normas de tráfico o la limpieza de entornos urbanos y naturales, hasta la participación en proyectos comunes y en actividades de voluntariado. No es positiva la anomia, no crea riqueza humana la convicción generalizada de que la vida compartida no tiene que ver conmigo, que lo que es de todos no es de nadie. Y, en ese sentido, es fuente de riqueza el asociacionismo, la trama de relaciones que una sociedad es capaz de tejer, en las que las gentes se habitúan a participar, a ser tenidas en cuenta, a no sentirse inermes ante la enfermedad, la vejez, el infortunio.

Recalamos por fin en los valores por los que una sociedad apuesta, y que no son indiferentes para su desarrollo. No hay mejor cosa que el pragmatismo sin corazón para acabar en el subdesarrollo, mientras que "el amor o el civismo -como dice Hirschman- no son recursos limitados o fijos, como pueden serlo otros factores de producción; son recursos cuya disponibilidad, lejos de disminuir, aumenta con el empleo", hacen crecer a una sociedad, son una apuesta segura.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

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