Thorpe se hace humano
El fenómeno australiano ganó su primera medalla con total autoridad, pero con una marca de hace cuatro años
Nadie logra cuestionar la hegemonía de Ian Thorpe en su distancia natural, los 400 metros libres, conquistados nuevamente por el fenómeno australiano. Hasta ahí, ninguna novedad. Thorpe gana y los demás no se acercan. Así ocurre desde hace tanto tiempo que es necesario atender a otras señales, a los datos que explican el momento actual de un nadador que sólo puede medirse con él mismo. Tiene 20 años y podría pensarse que no ha alcanzado sus límites, pero algunos signos hablan de un Thorpe de entreguerras, casi humano. Venció en la final con una facilidad extrema. Su latigazo al paso por los 275 metros no encontró la respuesta de Grant Hackett, condenado a perseguir la sombra de su compañero desde hace demasiados años. Casi tres segundos de diferencia es un mundo a estos niveles, lo que explica el dominio implacable del campeón. Sin embargo, su marca, 3m 42.58s, produjo la indiferencia de los aficionados, acostumbrados a los récords aplastantes de un hombre que ha regresado a las marcas de hace cuatro años.
¿Es una regresión? ¿Un estancamiento? ¿Un descanso en busca del próximo objetivo olímpico? ¿Estamos ante un nadador que necesita el estímulo de un rival que no encuentra? ¿O se reservaba para la esperada final de 4x100 metros libre que se celebraría una hora después? Se abre el turno de preguntas sobre Thorpe porque nadie le contesta en el agua. Hackett había dado muestras de progresos, tanto por las marcas en los últimos meses como por la ausencia de complejos frente al campeón. Pero en la piscina del Sant Jordi, Hackett fue el secundario de toda la vida, incapaz de desafiar a Thorpe. Y detrás no aparecen nadadores descarados. Los fondistas estadounidenses siguen sumidos en su vieja crisis. El italiano Rossolino ha perdido la arrolladora energía que le convirtió en uno de los grandes protagonistas de los Juegos de Sydney. Definitivamente, Thorpe está sólo frente al espejo.
La prueba no tuvo mayor historia. Thorpe mantuvo el control en la primera mitad de la carrera, con Hackett a su altura. Los parciales evitaban cualquier posibilidad de récord mundial: 54.04 (100 metros) y 1.51.62 (200). Eso significaba que el australiano estaba dos segundos por encima de su plusmarca. Con su cadencia peculiar, una brazada larga y aparentemente lenta, decidió dar el golpe victorioso tras el viraje de los 250 metros. Tocó la pared y se esfumó lo que parecía un duelo. Sus pies comenzaron a agitarse. Pies grandes y flexibles que aparecen fuera del agua y la golpean con una violencia descomunal. Uno de los entrenadores del equipo australiano dijo en una ocasión que la genética se había vuelto loca con Thorpe. Ese 52 que calza funciona como una aleta de goma: puede doblar el pie hasta tocar el tobillo.
Metió el turbo y no hubo más que hablar. En un instante cobró un metro de ventaja, y luego dos. Hackett se había descolgado. Como siempre. Es su destino frente a Thorpe. Los últimos 100 metros fueron un paseo. Enfundado en su bañador negro avanzó por la calle central y ganó. Así de simple. El tiempo no dijo gran cosa: era una marca extraordinaria para cualquier otro nadador. Para Thorpe, su tiempo estaba a casi tres segundos de su récord, y ése es su pequeño drama. No le basta con ganar porque un día se obligó a medirse con él mismo, cuando batía récords cada vez que se lanzaba a la piscina. En algún momento de su vida, probablemente cuando decidió cambiar de entrenador el pasado año, fue consciente de que era inhumano combatir sin descanso contra su leyenda. Dice ahora que disfruta más de la vida, que tiene otros objetivos y que necesita aprender otras cosas. Necesitaba hacerse humano. Ése fue Thorpe en la piscina del Sant Jordi: un fabuloso nadador, pero por fin humano.
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