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En la bifurcación

Algo vamos ganando, aunque sólo sea en el terreno del diagnóstico. Todavía a comienzos del curso político que ahora agoniza, la doble amenaza que las políticas del Partido Popular en el Gobierno proyectaban sobre la calidad de nuestra democracia y sobre su carácter pluriidentitario era percibida por muy pocos; en el terreno político, y dejando de lado a las irredimibles huestes de Arzalluz, apenas por algunos portavoces de Esquerra Republicana y de Iniciativa Verds -los pequeños, ya se sabe, tienen que hacerse notar a base de estridencias...-, en el del articulismo madrileño sólo por ese puñado de díscolos de siempre (Javier Pérez Royo, Javier Tusell, el nefando Miguel Herrero...), y aquí únicamente por los consabidos victimistas del nacionalismo llorón.

¡Cómo han cambiado las cosas en unos meses! Hoy, mientras la nefasta política vasca de José María Aznar sigue haciendo metástasis y pudre ya la credibilidad del poder judicial, el fiscal Carlos Jiménez Villarejo declara: "Estamos en un momento crítico para el sistema democrático porque, con la mayoría absoluta del PP, está en descomposición el Estado de derecho". Al mismo tiempo, las denuncias sobre la cruzada españolista en curso, sobre la regresión hacia un concepto preconstitucional de España, sobre la tendencia a convertir las autonomías en banales artefactos administrativos las formula no un arrauxat cualquiera, sino el mismísimo presidente Pujol. ¿Meras maniobras de camuflaje preelectoral para enmascarar la pasada alianza con el PP? Puede, pero creo que también la genuina inquietud del estadista que vivió las ilusiones de 1976- 1979, incluso las de 1996, y que se retira en medio de una profunda decepción.

En cualquier caso, si las alarmas de Jordi Pujol, Artur Mas y Josep Antoni Duran son electoralistas, ¿qué diremos del primer secretario del PSC, José Montilla, que el pasado lunes escribía aquí mismo: "Aznar quiere implantar su modelo de España (...) una España unida, unitarista, radial y centralizadora", esa "idea excluyente de España" (...) "que mucho nos recuerda la vieja España una, grande y libre"? ¿Hace también electoralismo Felipe González cuando constata: "Hemos retrocedido en la articulación de la España diversa y también en la convivencia de la España plural. (...) Aumentan las fracturas sociales y las territoriales"? Incluso el andaluz Manuel Pimentel, que se sentó en el Consejo de Ministros de Aznar, imputa a su ex jefe "un concepto de España monolítico y cerrado al pluralismo", y advierte que la "estrategia demencial" del que fue su partido, según la cual "el PNV es igual a ETA", constituye "un disparate antológico, que pagaremos".

Coyunturalismos al margen, el peligro que corren en España los contenidos a la vez democráticos y no uninacionales del sistema político vigente es, por desgracia, bien real, y ese peligro pone al partido socialista ante la más seria disyuntiva ideológica y programática de su historia desde las que resolvió en el quinquenio 1974-1979 (entre Suresnes y el congreso extraordinario de la renuncia al marxismo). La importancia del envite es tal que Nicolás Redondo Terreros o Edurne Uriarte -las amenazas de ETA la hacen acreedora a nuestra solidaridad, no a que le demos la razón...- ya se han puesto en marcha para proponer un pacto PP-PSOE contra el "chantaje nacionalista" en su conjunto, y exigir un claro viraje españolista en el Partido Socialista de Euskadi. A la vez, arrecian los movimientos de opinión alrededor de una cúpula socialista muy fragilizada por la crisis en la Comunidad de Madrid.

Por ejemplo, en un conspicuo diario capitalino del que no es necesario hacer publicidad, el sedicente izquierdista César Alonso de los Ríos publicaba el jueves de la pasada semana el artículo Si Bono fuera Vázquez, donde, dando por amortizado a Rodríguez Zapatero, hacía la glosa del presidente de Castilla-La Mancha como "la contrafigura de Pasqual Maragall del mismo modo que Paco Vázquez", la gran esperanza de los que quieren "dar la batalla por la nación", quien "permitiría que los militantes socialistas levantaran la cabeza al hablar de la historia de España", y le proponía este programa: "Sobre todo, parón al deslizamiento hacia las tesis de los nacionalistas y la España confederal. Maragall en su casa y Dios en la de todos".

Pero no crean que la lucha dialéctica contra el criptonacionalismo socialista sea monopolio de unos medios o unas plumas: es transversal. En EL PAÍS del pasado martes y bajo el título Castillo de naipes, Antonio Elorza abundaba en la misma línea. Ni que decir tiene, desde una perspectiva mucho más amplia, con un registro argumentativo y analítico infinitamente más sofisticado, el profesor Elorza venía a hacer el elogio póstumo de la política de Redondo Terreros en Euskadi contra el "viaje a ninguna parte" actual, señalaba el serio problema que supone "el PSC de Maragall encabezando lo que de hecho es un frente nacionalista de izquierda por un nuevo Estatut" y aliado, además, con los Odón Elorza y compañía, y concluía de todo ello que "la falta de cohesión en la política socialista", junto a la imagen de un Rodríguez Zapatero impotente ante "la presión centrífuga" de los suyos en las nacionalidades, conducen al PSOE hacia una derrota inexorable en marzo.

Pues bien, este es el dilema, no tanto sobre los resultados de marzo (seguramente más influidos por Tamayo y por Rato que por Maragall), sino sobre el papel que el PSOE quiera ejercer en los próximos decenios de la historia de España: competir con el PP por la defensa de una idea rígida y asfixiante del orden constitucional o capitanear con tanta audacia como pedagogía la revolución cultural y política de la plurinacionalidad.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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