Ricos y pobres
Creo que era el insigne historiador Eric Hobsbawn quien, en sus memorias, recordaba con nostalgia una infancia en la que no había pasaportes ni fronteras. A esa nostalgia ajena es a la que me retrotraigo cuando en el despecho del notario me exigen 46,22 euros para poder expedir un "compromiso de invitación", especie de carta mediante la cual invito formalmente y me hago responsable de los desmanes que en España pueda cometer una pareja de amigos, con nacionalidad y pasaporte indios y con residencia en Nueva York, ciudad en la que ambos trabajan como arquitectos, que tiene pensado visitarme durante unos días en el mes de agosto.
El documento de marras, amén de otros cuantos que les exige el consulado, es uno de los necesarios para que les sea expedido el visado de turismo y puedan, potenciales delicuentes ellos, pisar nuestro suelo patrio. Claro que mi desembolso no acaba aquí. En algo que parece sacado de un guión de los hermanos Marx, el "compromiso" deberá llevar asimismo una apostilla, expedida por el Colegio de Notarios, que certifique que el certificador no es producto de mi invención (y eso que la lista oficial de notarios está en Internet, al alcance de todo el mundo, incluso del personal consular), lo que lamentablemente contribuirá a socavar aún más mi ya malogrado bolsillo.
Todo porque el conjunto de eminentes cerebros que escribe y reescribe el texto de la Ley de Extranjería y demás reglamentos es incapaz de diseñar un procedimiento administrativo que no desemboque en el innecesario enriquecimiento de unos pocos (los notarios) y en el empobrecimiento de otros muchos (todos los ciudadanos españoles que hemos cometido el terrible pecado de tener amigos con pasaporte de segunda clase). Claro que, benditos ellos, a lo mejor lo hacen para que me sea difícil ahorrar para pedir una hipoteca y volverme especulador por un día.
Lo peor es pensar que con ese dinero podría haber invitado a cenar a mis amigos o, mejor aún, haberme comprado varios tomos de las memorias de Hobsbawn, para luego regalárselas al ministro del ramo y a alguno de sus ayudantes. Quién sabe, igual hasta se subían al carro de la nostalgia...
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