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Columna
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Portugal

España vive de espaldas a Portugal, casi como si el país vecino no existiera. Es un fenómeno que nos llama la atención a todos los que, llegados desde fuera, pasamos la vida tratando de entender qué es lo que pasa aquí. Se prodigan los síntomas de tal desentendimiento, pero acaso el más flagrante lo proporcionan los espacios meteorológicos de RTV1, donde Portugal sólo figura como un hueco situado al oeste de España, a orillas del Atlántico, sin indicación de lugar alguno (empezando con la capital), sin ninguna información acerca del tiempo que allí hace, va a hacer o pudiera hacer. Para los que preparan estos espacios, no hay Portugal. En las secciones correspondientes de la televisión estatal británica, en contraste, nunca se comete la tontería, o descortesía, de borrar del mapa a la República de Irlanda y de atenerse sólo al Norte de la isla hermana, por el hecho de pertenecer éste al Reino Unido. Es una cuestión de elegancia. ¿No se dan cuenta los que mandan en Prado del Rey de que eliminar así a Portugal viene a ser un insulto -la metáfora de un rechazo, de una superioridad- para los muchos portugueses que ven la televisión española? ¿Tampoco se han parado a considerar que los españoles que van a pasar unos días o unas horas en Portugal quisieran saber qué tiempo se prevé allí?

¿De dónde procede este no querer saber nada de Portugal? ¿Del hecho de que para los españoles el portugués hablado es sin duda más difícil de entender que el español para los lusitanos, lo cual crea ya de por sí una barrera inicial? ¿Del de existir cierta hostilidad latente en muchos portugueses hacia este país, originada siglos atrás con la anexión española de su territorio entre 1580 y 1640 y la siguiente guerra de independencia, y luego arraigada ante el temor de nuevas tentaciones expansionistas? Desde luego tales tentaciones han existido, concretándose en los afanes imperiales del fascismo español. Ramiro Ledesma Ramos soñaba con que la Península entera tuviera "un solo destino" -destino por supuesto corporativista-, y José Antonio Primo de Rivera abogaba en privado (no había que ofender al régimen de Salazar) por que la capital del "Imperio español de la Falange" fuera Lisboa, con el castellano como idioma oficial y la bandera catalana convertida en nacional.

¿Y una Iberia federal? Nada más producirse el cambio trascendental de 1931, el fervoroso republicano que fue Antonio Machado, que años atrás había recordado que "el Duero cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla", aludió con complacencia a la posibilidad, que reconocía lejana, de una unión con el pueblo portugués.

¿Un día se levantará el sol sobre una República Federal Ibérica? Me atrevo a esperar que sí. Y, también, si no me equivoco, el gran José Saramago, el primer escritor portugués de todos los tiempos que se ha hecho popular en España. Leer a Saramago es sentir el apremiante deseo de conocer los escenarios suyos, en primer lugar Lisboa. Y es difícil no ver en su enlace con la combativa Pilar del Río un emblema de entendimientos futuros entre dos países que tanto provecho mutuo podrían sacar de una relación estrecha.

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