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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Mentira y política

Josep Ramoneda

EL RESPONSABLE público -gobernante, funcionario, juez- que toma una medida injusta sabiendo que lo es comete un delito de prevaricación. El gobernante que, en el ejercicio de su función, dice algo que no es cierto, sabiendo que no lo es, en beneficio de sus intereses políticos está cometiendo algo muy grave, aunque no sea delito, que bien podría llamarse prevaricación política. Hay países -especialmente los anglosajones- en los que la mentira es considerada como uno de los hechos más reprobables en la conducta de un político. En España, sin embargo, se da por supuesto que la mentira forma parte del modo de hablar del gobernante. Simplemente, el discurso del desprecio de la política va engordando -"todos son iguales, todos mienten, yo no me fío de ninguno"-. Una larga lista de lugares comunes que podrían sonar a sano escepticismo, pero que en realidad dan cuenta de un gran déficit de cultura democrática.

Los gobernantes mentirían menos si la ciudadanía fuera más exigente. Aquí, sin embargo, la gente se limita a convertir en descrédito de la clase política entera la mentira de un personaje determinado. O considerar siempre que sólo miente el adversario. En este país se dan dos fenómenos convergentes. Por un lado, el voto es muy ideológico. Aunque muchos se empeñen en decir que son conceptos anacrónicos, la razón principal que lleva a los electores a un voto determinado es la opción de derechas o de izquierdas. Por eso, los dos grandes partidos, PP y PSOE, tienen un suelo de votos tan alto.

Pero, por otra parte, hay una larga tradición de descrédito de la política. El franquismo se dedicó sistemáticamente a machacar al país diciendo que la política era culpable de todos los males, relacionándola con las causas de la Guerra Civil. Y algo ha quedado en el imaginario colectivo. Franco decía, con todo el cinismo, que él no hacía política. A ello se debe añadir que la derecha renacida después de la travesía del desierto de las mayorías absolutas socialistas se apuntó enseguida al discurso del descrédito de lo público que soplaba desde el Oeste. Con lo cual el universo de la política ha sido sistemáticamente poblado de sombras, desde la propia política.

Con estos dos componentes no es de sorprender que la política española se mueva entre las adhesiones incondicionales -con la ideología de por medio- y el discurso del "todos son igual de mentirosos, la política cada vez me interesa menos". Ninguna de las dos figuras se corresponde con el escepticismo crítico propio del ciudadano exigente, que es, en definitiva, el que da verdadera vida a una sociedad democrática.

En este marco, el recurso a la mentira como arma de la acción política es especialmente dañino porque debilita la democracia y frena el desarrollo de una cultura democrática. Estamos en vigilias de un debate sobre el estado de la nación. El PP -después de haber superado el peor curso de su trayectoria de gobierno- lo enfrenta envalentonado porque los fracasos del PSOE le han reabierto el camino de la mayoría absoluta cuando menos se lo esperaba. Entre las muchas cosas graves que han ocurrido este año hay una que me parece capital. El caso de prevaricación política de Aznar en relación con la guerra de Irak. Aznar hizo de las armas de destrucción masiva y del peligro inminente para nuestra seguridad el motivo principal del apoyo a la guerra. Después hemos conocido que cuando apostó su palabra a este argumento ya sabía que no era cierto. Wolfowitz dejó claro que las armas de destrucción masiva fueron un falso motivo de la guerra, que se utilizó porque era el que más consenso podía crear. Los servicios de información nunca validaron esta amenaza. La mentira de Aznar tuvo consecuencias graves: el apoyo a una guerra. Una mentira con la que él se comprometió solemnemente. "Créanme", dijo en televisión. Bush y Blair tendrán que dar explicaciones por haber mentido y probablemente lo pagarán. Aznar, no. El PSOE está debilitado por la crisis de Madrid. Y la ciudadanía parece dispuesta a mirar hacia otra parte.

No sólo eso: Aznar podrá seguir jugando con las medias verdades. Aznar quiere rehuir cualquier responsabilidad del PP en la trama de corrupción urbanística. Otra vez habla sabiendo que no dice la verdad. Porque el problema es principalmente del PSOE, pero la trama es extensa, y un Gobierno no puede ampararse en los errores del adversario para eludir una de sus responsabilidades principales: vigilar las relaciones entre dinero y poder político.

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