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Columna
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Las fotos del poder

Rafael Argullol

Desde la invención de la fotografía, pero sobre todo en el último siglo, uno de los itinerarios iconográficos más peculiares es el de las imágenes que reflejan en la prensa a los poderosos de cada generación. Es difícil encontrar fotos más trabajadas que éstas y a partir de ángulos tan diversos. En realidad han llegado a constituir un género aparte, en el que la espontaneidad es contrarrestada por milimétricos cálculos y la información es aprisionada en los frecuentemente invisibles muros de la propaganda.

Tras una centuria larga de excesivos ejemplos, conocemos con detalle los métodos de las dictaduras, con la impúdica mezcla de apología y mentira que las caracteriza. Más que dejarse fotografiar, el tirano se autofotografía, sin dudas y sin manchas, de manera que el resultado es siempre una imagen serial. El caso más recientemente convocado, el de Sadam Husein, es la exacta repetición de los casos anteriores. En todos ellos el dictador elige el talante que debe tener su icono y el sistema de reproducción es la caja de resonancia que debe llevar, a través de vallas, portadas o pantallas, este espíritu al último rincón de la comunidad.

No creo que haya espontaneidad en las fotos del poder. Al contrario, son resultado de un duro torneo en el que un error puede ser demoledor

En el gran zoo del poder hemos coleccionado un notable número de especies. El propio Sadam quería verse -y por tanto ser visto- como un pletórico caudillo cuya misión, patriarcal y a veces necesariamente cruel, se remontaba hasta la figura colosal de Saladino. Entre él y los grandes totalitarismos el zoo nos recuerda presencias imborrables: el centroafricano Bokassa, coronado como nuevo Napoleón; el coreano Kim il Sung, líder infalible, transmigrado en su inenarrable hijo, o el argentino Perón, cuyos estragos mesiánicos siguen cebándose sobre su país mucho después de su muerte. De todos ellos podemos contemplar el grotesco icono que escogieron para la posteridad. En nuestro particular zoo identificaríamos decenas de iconos igualmente grotescos.

Naturalmente, son los grandes totalitarismos los que ocupan el lugar preferente: ellos tuvieron más tiempo y más poder para moldear e imponer su imagen. Son los clásicos del zoo, los ejemplares que reúnen bajo su piel reiterada hasta el infinito los peores abismos. Mussolini, el primero de los grandes exhibicionistas, observándose en el espejo de bronce del Imperio Romano; el "padrecito" Stalin, incansable hasta eliminar las fotografías y, por supuesto, los cuerpos de sus competidores; Hitler, el más preocupado por destacar la pureza espiritual del émulo acanallado de Sigfrido o Lohengrin; Mao Tse Tung, finalmente, la cara pétrea que tutelaba millones de conciencias. A la sombra de estos clásicos del autorretrato tiránico no podemos olvidar la tristeza icónica de Franco, demasiado mediocre, incluso físicamente, para hacer un mito de sí mismo. El guerrero más bien enano de la Cruzada dio paso al burócrata regordete que se apoderó gélidamente de cuatro décadas de nuestra historia. Con poco material heroico a su disposición, los propagandistas de Franco acabaron optando por la figura, menos brillante pero más perdurable, del "hombre común".

Sin embargo, si los autorretratos de los dictadores están llenos de interés, mucho más fascinantes son las fotografías del poder en las sociedades democráticas. En ellas cada imagen es el fruto de numerosos puntos de tensión: el ojo del fotógrafo, la ideología de los medios de comunicación que publican o emiten la fotografía, la estrategia del fotografiado y también, en última instancia, el ojo, nunca neutral, del lector o espectador. No creo que haya la menor espontaneidad en las fotos del poder. Son, al contrario, el resultado de un duro torneo en el que cualquier error puede tener efectos demoledores.

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Entre nosotros, quizá el modelo más avasallador fue el que aplicaron algunos medios de comunicación a Felipe González en los últimos años de su gobierno. Se trataba de retratos a un hombre corrupto y la iconografía de González fue convenientemente adaptada para ser presentado como tal. En consecuencia, las fotografías publicadas en aquellos medios optaban por las instantáneas, entre mil, que destacaban la supuesta fisonomía de la corrupción. Tampoco ha sido difícil, en especial durante la actual legislatura, que José María Aznar apareciera con los rasgos del mequetrefe autoritario o Xavier Arzalluz con los del fanático predicador.

Si nos adentráramos sin prejuicios en el zoo icónico del poder, descubriríamos gran parte de los significados ocultos de la Historia. No se trata simplemente de que las imágenes sean manipuladas por el poder -con aquella drástica sencillez con que Stalin convertía a Trotski en un espectro-, sino del hecho, más crucial, de que esta imagen se haya impuesto a tantas otras imágenes posibles. Es el detalle que acostumbra a cambiar el curso de los acontecimientos.

Todos pudimos ver hace poco una de las fotos de familia de los poderosos reunidos en Evian. Era un grupo riente (en esas reuniones siempre ríen) con Putin de espaldas. Pero recuerdo dos instantáneas completamente distintas. En una parecían unos hombres alegres, relajándose tras tantas preocupaciones por el bien del mundo; en la otra, unos tramposos que se reían estruendosamente al comentar la última fechoría.

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