Luis Jiménez Martos, una memoria de Adonais
Para quienes merodean en los aledaños de la literatura, Luis Jiménez Martos, cordobés de 1926, es ante todo el conductor de Adonais, colección y premio de poesía fundados por el benemérito José Luis Cano en 1943 y de los que tomó las riendas, veinte años más tarde, el poeta que acaba de morir.
Rafael Montesinos fue quien propuso el título, como homenaje a la emocionante elegía de Shelley a la muerte de su amigo Keats. También refirió los recelos de Juan Aparicio, director general de Información, quien creyó ver en ese marbete un guiño judaizante, por ser Adonai -sin la ese final- uno de los nombres hebreos de Dios.
Nadie podía adivinar la larga vida que le esperaba a esa aventura, iniciada con los ya míticos Poemas del toro, de Rafael Morales. El brillo de Adonais, que fue dando a conocer a los grandes poetas del Medio Siglo, parecía llamado a declinar cuando, en 1963, se hizo cargo de la dirección Jiménez Martos. Los 60 años que acaba de cumplir la colección, y los autores que continuaron la estela de los fundadores, desautorizan muchas profecías que entonces se hicieron, ahora se ve, con poco fundamento.
Pero el éxito de Adonais no debería impedirnos justipreciar la poesía de Jiménez Martos, oscurecida por su actividad como editor, antólogo -ahí están sus selecciones panorámicas de Aguilar- y animador de revistas como Veleta y Arkángel. Él mismo llegó a sospechar que el traslado de Córdoba a Madrid había cortado sus alas de creador. "Me preocupaba tan insistente sequerío, como si el cambio de atmósfera hubiese dado fin a la lírica", escribió en Mis memorias de 'Adonais'. No fue así. La muerte del padre en 1962 le dictó los trémulos versos de Por distinta luz, complementados veinte años después con una segunda evocación funeral, Madre de mi ceniza. Otros libros suyos son Encuentro con Ulises (1969), por el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía, Con los ojos distantes (1970), Los pasos litorales (1976), Molino de Martos (1986) o Casida del buen suceso (1988). En su memorable encuentro con Odiseo, el poeta se había contemplado en el espejo desde la clara atalaya del Mediterráneo: "Soy otro del que era cuando dejé la orilla. / Y me subo en las altas terrazas de las olas. / Y el mimbre de los músculos dulcemente se queja. / Y juego con el sol, naipe enorme a la vista".
Creo que fue en uno de sus viajes a Salamanca, adonde iría a fallar el premio Álamo que timoneaban Juan Ruiz Peña y José Ledesma Criado, cuando un hijo de éste le comentó a su padre, con la candidez impertinente de la poca edad: "Papá, este señor habla más que tú". ¿O fue al contrario? Tanto da: la cálida locuacidad de ambos hace la anécdota reversible. En esa abundancia del corazón que hablaba por la boca podía entreverse un alma venturosa, vacunada contra el desaliento y sorda a las incomprensiones. El poeta ha muerto, aunque sus lectores podemos decir, parafraseando a Blas de Otero, que nos queda su palabra.-
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