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Columna
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El Golfo: III guerra

A casi dos meses de que el mando norteamericano diera por concluida la segunda guerra del Golfo, estamos metidos de hoz y coz en un avanzado proyecto de tercera. Aunque la acción militar no sea del todo continuada; aunque la aviación aliada no pueda macerar al enemigo iraquí con la contundencia de la anterior; aunque no haya posiciones, sino más bien una población autóctona a la que atraerse, el estado de guerra se generaliza contra el ocupante anglosajón.

Desde el 1 de mayo, fecha en la que Bush 43 echó candado a la fase convencional de la contienda, los aliados han tenido más de 50 muertos, casi la mitad de los sufridos durante la etapa anterior por fuego enemigo. Y, pese a ello, Washington sigue diciendo que el pueblo iraquí está encantado de que lo liberaran.

Explicaciones siempre las hay, como para la no comparecencia de las armas de destrucción masiva. Las constantes emboscadas, sabotajes, golpes de mano, se asegura, se producen sólo en el llamado triángulo suní, es decir, el centro del país, donde la minoría de esa rama del islam -a la que se sataniza sin mayores remordimientos- es la única que presta alguna lealtad al depuesto y no hallado Sadam Husein, porque garantizaba su dominación sobre la mayoría chií -el otro islam- y la minoría kurda -la otra etnia, no árabe-. Son, por tanto, nostálgicos del régimen extinto, contrarios a la modernización democrática que se avecina, partidarios de los atentados suicidas que devastan Israel, los que mantienen la resistencia al futuro.

Con el doble ataque del martes contra los británicos y todo un surtido de sabotajes, norte y sur, la guerrilla iraquí se ha salido, sin embargo, de ese triángulo, tan siniestro y proceloso al menos como el de las Bermudas, y, si bien es perfectamente posible que la mayor parte de los que hostigan a la fuerza occidental sean suníes, y de los que se lo pasaban de lo mejor con el tirano, es de una ingenuidad extrema pensar que, por ello, vayan a verse condenados por la opinión propia.

En Irak no hay una insurrección nacional contra el invasor, entre otras cosas, porque éstos no son los tiempos de las barricadas de París, y la potencia de fuego anglosajona haría disparatada cualquier tentativa en ese sentido; es una guerra de guerrillas de intensidad entre baja y media, que es una de las formas, junto con la protesta y la manifestación civil, que adopta la desafección masiva hacia el ocupante. Los británicos, que tienen la memoria fresca del imperio, no deberían sorprenderse. Durante su mandato sobre Irak, que, formalmente, se extendió de 1921-1922 a la independencia de Bagdad, en 1932, pero que se prolongó como tutela hasta el derrocamiento de la monarquía en 1958, tuvieron que hacer frente a docenas de insurrecciones tribales, caciquiles, militares, tanto suníes como chiíes, en general menores, pero con una de envergadura: la toma del poder en 1941 de Rashid Alí y una clique de coroneles, el cuadrado de oro, que se mantuvo en el poder más de un mes a la espera de un apoyo de la Alemania nazi, durante la última Guerra Mundial, que no llegó a materializarse. La sublevación contra el colonialismo occidental es, por tanto, una figura más del paisaje iraquí.

El poder ocupante encontrará siempre, por supuesto, un número suficiente de colaboracionistas -¿acaso no los tuvo José I en la España de 1808?- para formar un Gobierno razonablemente conveniente, incluso sin tener que recurrir a los repuestos que acarreaba en los furgones de la conquista. La prioridad de los iraquíes es hoy comer, cobrar, sobrevivir, y todo el que pague obtendrá, a cambio, una lealtad instantánea, superficial y engañosa; cualquiera que sea interpelado por las autoridades de ocupación, protestará todas las veces que sea necesario que él era el primero que deseaba ver al país librado de Sadam, y en muchos casos hasta puede que sea verdad. Pero que se llame a engaño sólo el que se gane la vida con ello; la gran mayoría del pueblo de Irak, con la excepción por razones de coyuntura nacionalista de una parte del pueblo kurdo, desea ver partir a las tropas extranjeras y entre resistentes, de una u otra persuasión política o religiosa, y fuerzas ocupantes sabe muy bien distinguir quiénes son los de casa. La opinión iraquí demuestra cada día, con esa variedad de formas de resistencia, que no estaba suspirando por que la liberaran.

Y a esa ya más que incipiente tercera guerra del Golfo quiere mandar el presidente Aznar un contingente de soldados españoles.

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