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Amenazas a la Constitución

Francesc de Carreras

Cuando están a punto de cumplirse 25 años de la aprobación de la Constitución, algunos hechos recientes amenazan -en distinto grado de importancia- su carácter de norma plenamente eficaz y legitimada, es decir, acatada y aceptada por los ciudadanos. Ello encierra algunos peligros que no deben magnificarse, pero tampoco subestimarse: en todo caso, hay que tomar conciencia de ellos y ponerles remedio.

Estos hechos son, como es fácil de adivinar, dos: la negativa del presidente del Parlamento vasco a acatar una sentencia judicial y la fundada sospecha de que dos miembros recién elegidos a la Asamblea de la Comunidad Autónoma de Madrid han actuado en dicha Cámara al margen de su partido por presunta corrupción. En el primer caso, sin duda el más grave, se vulnera un aspecto básico del principio de Estado de derecho. En el segundo, se pone en cuestión la idea misma de representación política, uno de los elementos estructurales del Estado democrático. Estado de derecho y Estado democrático son, probablemente, las dos columnas vertebrales sobre las que se sostiene un Estado constitucional como el nuestro. Por tanto, los motivos de preocupación están más que justificados.

La negativa de Juan María Atutxa -arropado por la mayoría de la Mesa del Parlamento vasco- a cumplir una sentencia de un órgano judicial es especialmente grave por varias razones. Primera, porque el presidente del Parlamento vasco es el representante de una institución que tiene como una de sus actividades principales aprobar leyes, es decir, crear derecho. Que el máximo representante de una institución de tal género se niegue, precisamente, a cumplir el derecho es, pedagógicamente, un precedente funesto. Ante tal ejemplo de desobediencia, ¿cuál puede ser la reacción de un ciudadano vasco ante cualquiera de las leyes que aprueba el Parlamento que preside Atutxa?

Como es bien sabido, y Atutxa no puede desconocerlo, el desacuerdo con una resolución judicial no puede conducir a que ésta no se acate, sino en todo caso a ejercer todos los recursos que la ley permita contra la posible ilegalidad de la misma. Este es un principio básico del Estado de derecho, cuya vulneración flagrante por un representante institucional del nivel de Atutxa, a la vista de todos, supone un desafío de la máxima gravedad.

Pero, en segundo lugar, el hecho reviste más gravedad todavía por el contexto en el que sucede. En efecto, en septiembre pasado, el presidente de la misma comunidad autónoma anunció un plan de reforma del Estatuto vasco que vulnera sustancialmente la Constitución y el Estatuto vigente; es decir, supone una ruptura o quiebra de las bases del sistema jurídico fundamental aprobado hace 25 años. La negativa de Atutxa parece ser el aperitivo de lo que vendrá a continuación.

Como es sabido, la función de los aperitivos es despertar el apetito, y todas las demagógicas y falaces argucias con las que nos obsequian los dirigentes nacionalistas vascos estos días no parecen tener otro objetivo que ir excitando un ambiente ya de por sí suficientemente caldeado. Las medidas tomadas por el Tribunal Supremo para hacer cumplir su sentencia y la querella interpuesta por la Fiscalía son las respuestas jurídicas más adecuadas, pero están siendo presentadas por el Gobierno vasco ante sus ciudadanos como un ataque -un ataque más, por supuesto- contra el pueblo vasco.

Incluso se hace correr el rumor -y lo repiten solventes comentaristas de todo el abanico ideológico, ignorando la legislación vigente- que el Gobierno central está preparando la suspensión de la autonomía vasca. Pues bien, esta situación no cabe en nuestro sistema constitucional. La autonomía está asegurada en el bloque de la constitucionalidad que forman la Constitución y los estatutos, los cuales sólo pueden modificarse por los métodos constitucionalmente previstos, que implican, en todo caso, el acuerdo de la comunidad autónoma afectada. Las dos medidas constitucionales que más pueden acercarse a una suspensión de la autonomía (los estados de excepción y sitio y la llamada "coacción federal", previstos, respectivamente, en los artículos 116 y 155 de la Constitución) tienen una naturaleza y unos efectos muy distintos y no son, en ningún caso, supuestos de suspensión de la autonomía.

Menos peligros encierra para el sistema lo sucedido en la Comunidad de Madrid. En cambio, suscita más desconfianza en los ciudadanos ya que pone nuevamente de manifiesto algo que afortunadamente en España merece la reprobación general: la corrupción política por motivos económicos.

Todavía es pronto para hacer un balance de lo ocurrido, tantas son las incógnitas que todavía deben despejarse. Ahora bien, no cabe duda de que el comportamiento anómalo de los dos diputados autonómicos afecta a la credibilidad democrática tanto del PSOE como del PP. Afecta al PSOE, obviamente, por incluir en las listas electorales a personas de sospechosos ligámenes con intereses espurios y conductas previamente irregulares. Pero también afecta al PP porque estos intereses espurios han pretendido cambiar el sentido del voto de los ciudadanos de Madrid porque han considerado que el partido de José María Aznar es más susceptible de ser ilegítimamente coaccionado que el partido socialista. Ello honra a estos últimos y debería preocupar a los primeros.

Sin embargo, del conjunto, quien sale malparada es, una vez más, la clase política. Es a restituir la buena fama de los políticos, aclarando todo el asunto, a lo que deberían dirigir sus esfuerzos los dos grandes partidos, en lugar de provocar pequeñas y miserables acusaciones que sólo conducen al mutuo desprestigio.

Tras todo ello, quizá es pecar de optimista decir que nuestra democracia goza de buena salud. Sin embargo, creo que tal afirmación seguirá siendo cierta mientras la opinión pública sea mayoritariamente crítica con comportamientos que, como los referidos, no se ajustan a los principios del Estado democrático de derecho, el Estado que pronto hará 25 años sancionó nuestra Constitución. La democracia la sustentan los ciudadanos, no los poderes públicos.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional en la UAB.

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