Dignidad e indignidades
Estas últimas semanas de curso, asediada por exámenes que corregir, mi mira más alta es llegar al dulce zanganeo del verano académico.
En ese ambiente, me levanto cada mañana arrastrando los pies hasta la cafetera. Pero más que el café me despierta Gabilondo, ejerciendo de notario de los vientos "clamorosos" de la historia. Vientos de dignidades heridas que me transportan al Siglo de Oro, el tiempo preferido de mis alumnos adolescentes.
Aunque a mí me atrae más el glamour de Mata-Hari que el clamor del alcalde de Zalamea. Pero reconozco que a los ecos del clamor funciona mejor la adrenalina. Y eso es lo que necesito en vena a las siete de la madrugada.
Claro que, mientras la cucharilla bate sin prisa el aroma de la cafeína, escucho por segunda vez el relato radiofónico de la última exhibición institucional de amor propio y me siento un poco confusa. Mis propias experiencias con la dignidad tienen poco que ver con todo esto.
Se nota la nula afición de los populares por la novela policíaca
Los políticos nunca muestran escándalo por el incumplimiento de los propios deberes
Cuando hace años me enamoré de quien no debía, me fui metiendo yo sola en un pozo sin salida, porque el amor que sentía se me había vuelto indigno. En vez de odiarle a él me odiaba cada vez más a mí misma. Confieso que nunca he terminado de entenderlo. En todo caso, era algo muy personal, que experimentaba estando a solas, como si me mirara a los ojos en un espejo.
Porque cuando te miras a un espejo, ves a alguien que desde el otro lado te está mirando. Quizás alguien a quien no quieres defraudar. Alguien que quizás ya no vive o que nunca ha vivido fuera de tu imaginación. En aquella época me di cuenta de que para convivir con otros tenía que ser capaz de vivir conmigo misma, con mis defectos y, también con mis virtudes (si algún día alguien me ayudaba a descubrirlas).
El caso de los políticos que en estos días hablan por los micrófonos acerca de su dignidad, parece ser bien distinto. Nunca muestran escándalo por el incumplimiento de los propios deberes. Les basta con clamar que la única conducta digna es la que casualmente satisface su amor propio. Juan María Atutxa recitó en su toma de posesión que se comprometía a cumplir y a hacer cumplir la Constitución; esa misma que le obliga a colaborar con el Tribunal Supremo en la disolución del Grupo Parlamentario de Batasuna.
Pero se ha negado a hacerlo invocando su propia dignidad. Un presidente del Parlamento vasco ¿cómo puede sentirse indigno cumpliendo con los deberes constitucionales que un día prometió solemnemente respetar?. Parece claro que la dignidad de la que habla Atutxa no es la dignidad del ciudadano, sino el honor de quien rechaza la legalidad en vigor y reclama la legitimidad revolucionaria de su derrocamiento.
Signo de los tiempos, en la invocación de la legitimidad antisistema no encuentro la gallardía del honor del revolucionario que desprecia los circunloquios en la desobediencia a la ley. La Mesa del Parlamento se ha convertido en un laberinto de voluntades. Pero Euskalherria no parece ser tierra de kamikazes. De lo cual, por cierto, podemos alegrarnos.
Y ¿qué me dicen del otro temazo de estos días, el de los dos parlamentarios del PSOE que han volcado el resultado electoral en la Comunidad de Madrid? Otro festival de la dignidad. Su partido les expulsa por indignos, pero a la vez les exige que renuncien a su escaño, en nombre de la dignidad que se les niega.
Y he aquí que los dos expulsados no dudan sobre la moralidad de su manera de comportarse. A su juicio, lo suyo no es corrupción sino una mera cuestión de dignidad. Vamos que para evitar el chantaje de los comunistas a su partido, consideran más honorable ser ellos mismos los chantajistas. Así todo queda en casa.
Me creo que haya quien considere honorable la "traición" de esta pareja. A su mirada son legítimos objetores de conciencia. Pero me pregunto si tales admiradores estarían dispuestos a comprarles un coche de segunda mano.
Los dirigentes del PP se niegan a valorar el tema porque entienden que la cosa no va con ellos. Se nota su nula afición por la novela policíaca. O sabrían que cuando se descubre la víctima de un homicidio, a los primeros que se pregunta dónde estaban a la hora del crimen es a sus herederos.
Todo este trajín de dignidades ultrajadas me queda demasiado ancho. Atutxa respondía hace unos días a los reproches de Mikel Buesa, hermano del político asesinado, que poner en duda la eficacia del Gobierno vasco contra el terrorismo es ofender la memoria de los ertzainas asesinados por ETA. Dicho lo cual se caló el sombrero, fuese y no hubo nada.
Lo dicho, vivimos en el Siglo de Oro y cualquier día Ibarretxe se mostrará dispuesto a incluir los duelos a espada en su famoso plan; para que, de una vez, se nos reconozca a los vascos y las vascas el derecho a restablecernos de tanta dignidad ultrajada.
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