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Columna
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Escándalo

El lamentable espectáculo de la llamada Traición o Golpe de Madrid ni es nuevo ni más grave que otros muchos episodios propiciados por la indigestión de un sistema electoral que, en unas ocasiones, traduce un pluralismo excesivo, y en otras, lo evita. Lo que hace llamativo el caso de Madrid es la revuelta interna en un partido que pone en cuestión la vieja ficción que el sistema democrático adopta para evitar tanto el mandato imperativo de los electos cuanto la tentación por parte de los partidos de convertirse en propietarios de los puestos de representación: el papel estrictamente mediador de las siglas políticas entre electorado y representación.

Pero en el caso de Madrid hay detalles de tipo común, que acaban de ocurrir en muchos municipios de Euskadi, Catalunya, Galicia, Illes Balears, Canarias y, en menor medida, Aragón o la Comunitat Valenciana.

En un buen puñado de municipios de la geografía española, y también en la valenciana, por ejemplo, las disidencias previas al proceso electoral en el seno de los partidos han producido rupturas dentro de los grupos municipales, batallas en la confección de listas y, en no pocos casos, la aparición de siglas nuevas amparando a competidores antes integrados en partidos ganadores. En el origen de estos movimientos se encuentran la relativa facilidad que presta el sistema electoral para obtener representación en los municipios (especialmente, los medios, entre 10.000 y 20.000 electores), y, sin ningún género de dudas, algún conflicto ruidoso relacionado con asuntos urbanísticos o reparto caprichoso del presupuesto que afectan directamente a grupos sociales o a sectores económicos.

Es curioso, por ello, cómo en buena parte de los municipios de la costa valenciana (si exceptuamos las grandes ciudades, donde los partidos han conseguido agregar intereses y evitar candidaturas competidoras ligadas sólo a intereses económicos) se da un pluralismo mucho mayor que en la media, y es frecuente la presencia de grupos originados en desavenencias dentro de los partidos que han gobernado previamente, cuyas siglas (y la referencia a lo independiente siempre les relaciona con intereses económicos, y sólo raramente con precisiones ideológicas o marcas de calidad política) se convierten en reclamo para electores polarizados por alguna decisión en concreto y no por el conjunto de la gestión de los gobiernos municipales en cuestión.

Pero cuando esos mismos disidentes logran figurar en puestos de salida de su partido, trasladan la desavenencia a los pactos posteriores que se necesitan para formar mayorías, y ahí imponen el valor de su voto con la amenaza velada de abstenerse en la votación para la elección de Alcalde, ir a negociar directamente un puesto de gobierno en cualquier combinación alternativa o, simplemente, traicionar al resto de los representantes de su formación llevándose puesto el cargo de representación sin débito alguno hacia los electores o al partido que les colocó en una lista.

A estas alturas, y habiendo visto de todo (sin salir de la geografía valenciana), no me extraña que esté pasando desapercibido que lo que los traidores de Madrid exigían a su partido es que les diera reparto directo en la tarta de la coalición, cosa que, al parecer, se les había prometido, después de resignarse el partido a que figurasen en la lista gracias a los pactos de hierro internos que las hicieron posibles. El sistema daba para ello y en otros sitios se arregló así, y... sin escándalos. ¿O no?

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