El móvil y el crimen
Mi hermana llamó a su móvil un minuto después de que desapareciera el bolso donde lo guardaba. Lo cogieron. Ante la recriminación de mi hermana, que había dejado el bolso colgado del respaldo de la silla del restaurante donde estábamos comiendo, una voz con acento suramericano le explicó que no se trataba de un robo sino de una confusión: viajaba en el coche cuando oyó sonar un móvil para descubrir a su hija pequeña con el aparato en la mano. "Probablemente cogió el bolso por confusión o por inconsciencia", se excusó, y juró que en cinco minutos estaría de vuelta en el restaurante. No apareció. El ladrón tan solo pretendía ganar tiempo antes de que mi hermana anulase las tarjetas de crédito y volviese presurosa a casa, pues el bolso contenía la cartera con el DNI y las llaves del domicilio.
Esta clase de delito es cada vez más frecuente aunque insignificante comparado con el preocupante aumento de los asesinatos. En lo que va de 2003 se han registrado 56 muertes violentas en la región, una cada tres días, la mayor tasa en los últimos años. Los crímenes han dejado de ser únicamente fatales desenlaces en las reyertas de los barrios marginales o en los ajustes de cuentas del hampa. Los homicidios han traspasado las clases sociales y los suburbios de la ciudad para salpicar cualquier escenario y a cualquiera. Los acontecimientos de la semana pasada: el asesinato del compositor Joe Borsani en su propia casa y el apuñalamiento mortal de una joven turista griega en pleno centro y a plena luz del día, son sobrecogedores.
La delincuencia en Madrid genera el 80% del trabajo policial. Esta ya no es una ciudad segura, un privilegio que gozábamos sin consciencia y que hoy añoramos. Siempre supimos de las mujeres que roban carteras en la Puerta del Sol y de la amenaza que se cierne sobre ciertas calles del centro a altas horas de la noche. Pero ya no son sólo los turistas ni los que arriesgan su integridad física buceando en los barrios más oscuros de Madrid quienes corren peligro de ser atracados o agredidos. Sigue ascendiendo la cifra de robos en viviendas e incluso algo tan cinematográfico y lejano como la figura del asesino en serie se ha materializado en nuestra ciudad soltando un naipe sobre cada víctima.
La delincuencia responde tanto a la maldad como a la desesperación. Muchos delitos están protagonizados por inmigrantes aislados que tratan de subsistir en una ciudad que no está preparada ni psicológica ni socialmente para acogerles. Muchos otros están orquestados por mafias de diferente procedencia que se han instalado en España aprovechando la ingenuidad de un país poco cosmopolita. La creciente inmigración de suramericanos, magrebíes y familias de la Europa del Este se ha producido de una manera súbita, lo que ha propiciado el desconcierto tanto de los madrileños como de los propios inmigrantes que hallan competencia laboral e incluso extorsión entre gente de su misma nacionalidad.
Es innegable que el principal motivo de la inmigración es la búsqueda de una vida mejor, pero no todos los extranjeros la persiguen con limpieza. El grado de permeabilidad de las fronteras genera un delicado debate, pero parece obvio que tener el derecho de buscarse la vida en el país vecino no justifica convertirse en un tramposo buscavidas.
El nuevo jefe de Policía de Madrid anunció la semana pasada que reforzará la investigación de los homicidios y Ruiz-Gallardón reiteró ayer su propósito primordial de acabar con la delincuencia. Sentirnos a gusto en Madrid pasa por atajar los crímenes, los robos y los allanamientos de morada, pero también por aceptar esta nueva metamorfosis social, asimilar sus características beneficiosas y defendernos de las nocivas. Pretendemos ser una ciudad a la altura de cualquier capital europea, incluso acoger unos Juegos Olímpicos, pero aún estamos en estado de shock por la inmigración. Madrid no ha tenido tiempo de metabolizar la llegada de nuevas culturas, religiones o idiomas, está todavía encajando la "invasión" extranjera cuyo desencuentro sufren ambas partes: el local se siente usurpado y el extranjero un intruso. Aplacar la criminalidad servirá para apagar el incipiente racismo y para que los inmigrantes honrados se reivindiquen como ciudadanos enriquecedoramente diferentes. La convivencia sin altercados pasa por cambiar las mentalidades, no las cerraduras.
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