El salario del miedo
Es un título clásico del cine negro francés de trasfondo existencialista. Es aplicable a veces a una cuestión también existencial, como es la compensación económica de los políticos. Puede hablarse en este asunto de un salario del miedo por el temor que suscita a menudo tratarlo con la transparencia y claridad que reclama una democracia sana.
Para algunos, es asunto incómodo sobre el que es mejor pasar de puntillas. La retribución económica de los cargos electivos -en el ámbito municipal, autonómico o estatal- puede convertirse en carnaza para la demagogia, pero ello no obsta a que se trate con la debida publicidad. Y es cuando menos sorprendente que se haga de manera vergonzante, como cuando el Parlamento catalán aprueba en sesión secreta su propio presupuesto y con él la retribución de sus parlamentarios y funcionarios.
¿Por qué es exigible mayor transparencia en este asunto? No sólo porque la democracia debe rechazar la regla del secreto y reservarla únicamente para asuntos excepcionales relacionados con la seguridad pública o la intimidad de las personas. También porque la compensación económica de los políticos tiene relación con la selección y el rendimiento de las personas a las que se confía la representación electiva y, por esta razón, con la misma calidad de la democracia.
¿Qué debe exigirse a los titulares de funciones representativas? Entre otras cosas, que sean competentes, dedicados y que no se eternicen en sus posiciones impidiendo una razonable renovación del personal. Se habla a menudo de la limitación de mandatos, y es una propuesta que suscribo. Pero esta limitación no será eficaz si no va acompañada de otras medidas, entre ellas, las económicas. Sin una retribución razonablemente atractiva, será difícil contar con personas competentes para tareas que en el mundo profesional reciben salarios de cierta entidad. Sin una compensación proporcionada, será complicado asegurar su dedicación y protegerlas contra la tentación de complementar dicha compensación -durante o después del ejercicio del cargo- mediante relaciones dudosas o francamente reprobables con sectores privados. Finalmente, sin una indemnización en el momento de su cese que facilite su reincorporación a la vida ciudadana, fomentaremos carreras políticas vitalicias que no ayudan a la saludable rotación de los cargos.
El Parlament de Catalunya acaba de dar un paso. A finales de marzo aprobó por unanimidad la ley que regula el estatuto de los ex presidentes de la Generalitat y de su Parlamento. La parte más sustantiva de la ley se refiere a la compensación económica y a la pensión fijada para sus beneficiarios. La compensación en el momento de cesar en el cargo se ha fijado en el 80% de la retribución que perciben cuando lo ejercen, durante la mitad de los años en que lo han ocupado y siempre por un mínimo de cuatro años. Esta retribución anual se sitúa en torno a 90.000 euros. La pensión por jubilación -que podrá percibirse a partir de los 65 años- equivaldrá al 60% del sueldo. En ambos casos, la percepción de dichas cantidades es incompatible con otras compensaciones derivadas de actividades públicas, pero no de las privadas.
¿Se trata de cantidades demasiado generosas? Lo parece, si se tienen en cuenta las condiciones de la mayoría de los trabajadores y trabajadoras del país y de sus pensionistas. Especialmente, cuando se insiste en la necesidad de revisar a la baja el cálculo de las pensiones públicas para garantizar la sostenibilidad del sistema.
Otros, en cambio, las considerarán ridículas cuando se confrontan con las retribuciones e indemnizaciones que declaran otros profesionales. Por ejemplo, futbolistas de élite, grandes estrellas del periodismo o directivos de las instituciones empresariales y financieras. La retribución media de estos últimos -según informaciones de hace unos días- se sitúa en España en torno a una media de 500.000 euros anuales. El acto de renuncia a un porcentaje de esta retribución por parte del presidente de una gran empresa española -recientemente privatizada, por cierto- ha sido contemplado como un gesto de generosa abnegación cuando el resultado de la renuncia será que su salario anual supere todavía los dos millones de euros anuales.
En esta cuestión, por tanto, hay materia para el debate público. Pueden discutirse los niveles retributivos. Pueden fijarse libremente por los parlamentos o sujetarse a índices comparativos con otras posiciones de la Administración. Pueden explorarse fórmulas diversas para facilitar el retorno a la vida civil, sin olvidar los incentivos económicos de carácter temporal. Lo que no cabe es ignorar la cuestión y dejar que sólo se toque de modo lateral o con cierta nocturnidad. Es decir, dejando a oscuras a la ciudadanía.
El Parlament de Catalunya ha dado un paso, con el acuerdo unánime de todos los grupos. La decisión puede ser criticable en sus aspectos concretos, pero tiene el valor de constituir un primer movimiento para un tratamiento generalizado de la cuestión. Se han hecho intentos para alcaldes y concejales que no han prosperado. Hay que intentarlo de nuevo. No sería justo ni útil detenerse ahora. Es necesario continuar el debate sin demagogia, sin miedo y sin hipocresía. Porque también de un tratamiento transparente de esta cuestión depende la calidad de la democracia.
Apostilla final. Si algún lector considera que esta opinión es excesivamente descarnada, aclaro que la situación personal del articulista se halla menos afectada por la situación que comento. Estoy comprometido a no ejercer mi puesto de parlamentario más allá de dos mandatos y tengo asegurada la reincorporación profesional gracias a otra ventaja legal discutible: la condición de funcionario público.
Josep M. Vallès (jm.valles@uab.es) es catedrático de Ciencia Política (UAB) y diputado del grupo Socialistes-Ciutadans pel Canvi.
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