_
_
_
_
Tribuna:EL ADIÓS DE UNA RECTORA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Excelencia y mediocridad

El pasado día 14 de mayo se celebraron en el Universidad Pablo de Olavide elecciones a Rector, las segundas de su corta historia. Aunque rectora electa, decidí no presentarme en esta ocasión para, después de seis años, un plazo que me parece razonable, dedicarme a la que ha sido mi actividad profesional durante toda mi vida universitaria: el estudio y la enseñanza del Derecho civil. Los cambios normativos y las transformaciones que se están produciendo en el mundo del Derecho no permiten un alejamiento más prolongado de la investigación.

Por tanto, más ilusionada que nunca en un proyecto de futuro como es la Olavide, quiero expresar mi agradecimiento personal a todos los que creyeron en él, que lo han podido ver hecho realidad, y a tantos como me han acompañado en su realización.

Tras estos años queda un poso de experiencia. Un poso de palabras, por ejemplo. En la actualidad el lenguaje está trufado con una serie de expresiones que yo llamaría mágicas: tienen el efecto contundente de cerrar cualquier discusión, y su utilización conjura cualquier duda acerca de si las cosas pueden ser de otra manera. Respecto de ellas existen ciertos convencionalismos: son esas las palabras que exactamente se han de usar o emplear para expresar lo correcto o lo adecuado en cada ámbito.

Sin embargo, a poco que nos detengamos en ellas, acaban por ser expresiones vanas o huecas. Pocos se preocupan de su contenido, de su significado real. Cuántas veces oímos hablar de calidad, de eficiencia, aplicándose a cualquier situación, sin distinciones. Y, cómo no, cuántas veces oímos hablar de excelencia.

Resulta que el término recorre de mano en mano todo el arco de posibilidades que la vida nos depara, y en todos los supuestos quiere significar lo mejor de lo que se puede tratar. Así resulta que la calificación de excelente se deja al arbitrio del que lo utiliza, a la apreciación subjetiva sobre qué es lo mejor. En definitiva, la hacemos comportarse como una palabra mágica que acaba disipando (cuántas y cuántas veces) cualquier análisis riguroso; entonces el término pierde su significado y termina devaluándose. Ello especialmente sucede cuando su uso es patrimonializado desde la mediocridad.

Pero para que se cumpla la definición que el Diccionario de la Real Academia asigna a la excelencia ("Superior calidad o bondad que hace a algo digno de singular aprecio y estimación") se requiere de un elemento que la objetive y dignifique frente a su antónimo, la mediocridad ("de poco mérito tirando a malo"). Se necesitará de un dato o de unos datos que permitan medirla, discernirla o determinarla, y que son fruto de una serie de convenciones producidas en el seno de la sociedad, o en la comunidad científica cuando se trata de la excelencia universitaria. Estamos hablando entonces de evaluaciones externas, de tesis doctorales dirigidas, de publicaciones científicas, de la calidad de las mismas, de los proyectos coordinados, de los premios de reconocimiento académico obtenidos... En definitiva, de un conjunto de parámetros ciertamente flexibles pero sobre los que existe el acuerdo de que sirven para medir el grado de excelencia profesional.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Por tanto, cuando desde determinados ámbitos se invoca sin más el término "excelente" para asumirlo como propio o para aplicarlo a quien nos interesa resaltar por encima de los demás, sin más datos que la simple evocación del término, no por ello se alcanza la pretendida excelencia. Por el contrario, lo que se está con frecuencia escondiendo es la mediocridad propia, o la ajena. Y es que desde la mediocridad se cree que la realidad es como desde allí se ve. El mediocre está convencido de que el mundo responde al rasero de sus capacidades o de su mezquindad, y desde esa atalaya privilegiada, lo divide entre los suyos, aquellos que se pueden rasar con él; el resto, por supuesto, está equivocado. Las carencias propias son así situadas bajo el paraguas de una falta absoluta de responsabilidad: son los demás los que no entienden, los que no aprecian, y generalmente se encuentran para ello oscuras razones.

Pero no nos confundamos: no toda persona que no es excelente es mediocre; la mediocridad no está ligada necesariamente a cualidades o capacidades de la persona. Es una aptitud, la del que no quiere asumir las limitaciones propias, la falta de esfuerzo o de trabajo, y las enmascara con la prepotencia de una falsa excelencia. Por eso el término pierde su significado, y acaba diluyéndose en el maremágnum de un lenguaje postmoderno. No estaría de más que cuando hablemos de excelencia la justifiquemos, aportemos datos que resulten ser objetivos, que la midamos conforme a elementos que puedan ser razonados. Hay que huir de la falsa modestia, de la tolerancia mal entendida, del pudor excesivo que nos impide detectar al mediocre. Y desenmascararlo, porque si no procedemos de esa forma resultará que los mediocres acabarán por ser considerados como los excelentes; y los que de verdad lo son, y las personas normales que simplemente trabajamos y nos esforzamos por ser mejores, podemos resultar excluidos en un mundo cada vez más pequeño y mezquino. Y ello no sólo puede ocurrir en la universidad; también en otros ámbitos profesionales, y asimismo en la política, cuando la cortedad de miras se impone como pauta de comportamiento; o entre los llamados creadores de opinión, cuando piensan que la impresión personal adquiere fuerza de categoría universal.

Y esto lo digo como una persona que no es excelente, pero que cree en el trabajo y en el esfuerzo de cada día.

Rosario Valpuesta Fernández es catedrática de Derecho Civil en la Universidad Pablo de Olavide.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_