Modelos encarcelados
En el Museo Taurino de la bilbaína plaza de toros de Vista Alegre se ha montado una exposición con 16 obras de Ignacio Zuloaga (Eibar, 1870-Madrid, 1945), bajo el título Toreros de Zuloaga. Las obras parecen haberse pintado pensando en que algún día irían a posarse en comedor de la plaza, un espléndido ámbito, anexo al Museo Taurino. Dada la proximidad de los corrales de la plaza al comedor la exposición cobra un valor y sabor añadidos.
En cuanto a las consideraciones plásticas la muestra deja entrever luces y sombras. En primera instancia analizamos dos obras. Una, el retrato Belmonte en plata, fechado en 1924. Observamos cómo de cintura para abajo apenas introduce colores detonantes ni arabescos muy pronunciados en la taleguilla de su pierna izquierda, además de pintar las medias de sus piernas sobre un tono opacado, uniforme y neutro; incluye como fondo del cuadro una plaza de talanqueras, situada en la parte baja, para que la mirada se pose en toda su potencia en torno a la figura del torero de cintura para arriba. Digamos de paso que esa plaza de talanquereas es el exponente vivo de la España Negra.
En la otra obra vemos que al pintar a su ahijado, el torero Rafael Albaicín, con fecha de 1941, lo viste con un traje de luces muy añoso, incluida la montera, más propio de toreros de la época de Cúchares, Chiclanero, Frascuelo o Lagartijo. Esa taleguilla holgada, impropia en los años cuarenta, y el resto del vestido afín a la taleguilla, insuflan al cuadro una atrayente plasticidad. No tanto así el rostro del torero, que encontramos demasiado afeminado. El recuerdo que tenemos de Rafael Albaicín no encaja en esa tipología feminoide. Sea como fuere, en ese cuadro, las piernas que quedan al descubierto han sido pintadas con sus naturales volúmenes, cosa que no tuvo en cuenta en el cuadro de Belmonte...
Nos parece atinada su contención a la hora de pintar los oros y platas de los vestidos de torear. Excederse en esa faceta le hubiera resultado de lo más cómodo. En cambio, la obstinación por pintar los ojos de casi todas las mujeres que habitan en la tierra en un permanente fatalismo a lo Lola la Piconera, eso no es sino pura retórica demasiado reiterativa. Pone al descubierto con ello que es un pintor posesivo, que desea que sus modelos dejen de ser ellos mismos, para que se conviertan en esclavos o, tal vez, prisioneros suyos. Podía argumentarse, no sé si con mucha o poca razón, que a sus modelos más que pintarlos, acaba por encarcelarlos...
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