La Bienal también es su contestación
No sé yo si la subsecretaria (en funciones) de Promoción Cultural, Consuelo Ciscar, y su equipo asesor tenían previsto que la II Bienal de Valencia que se acaba de inaugurar alcanzase tan rápidamente buena parte de sus objetivos, si no todos. Por lo pronto ya ha conseguido la impagable colaboración de los contestatarios, agrupados bajo la pancarta -que diría el PP- de Ciutadans per una cultura democràtica i participativa que no ha dejado de dar caña, como cumple a todo movimiento más o menos espontáneo, aparentemente plural y apartidario. Haber logrado este contrapunto polémico es a todas luces un signo de madurez mucho más importante que el silencio y la indiferencia con que suele acogerse otra suerte de iniciativas culturales.
No está en mi ánimo, ni concierne a mis magros talentos, romper una lanza por el aludido y disputado encuentro de las artes que ilustra estos días la geografía urbana. Pertenezco a la plebe numerosa y desarmada que se sume en la perplejidad ante no pocos de estos alardes creativos y, específicamente, ante los que decoran o maquillan algunos solares y medianeras del centro histórico. "¿A esto se le llama arte?", preguntaba un vecino desconcertado ante una de tales intervenciones. "Això diuen", replicaba otro, sin caer probablemente en la cuenta de que estaba diagnosticando un fenómeno capital de nuestro tiempo y que se formula diciendo que es arte lo que así se nos propone y se nos etiqueta por los gurús del gremio, sin connotación con las emociones de los individuos.
A este respecto, Luigi Settembrini, director de la muestra que nos ocupa y moviliza, declaraba que "la ciudad ideal [lema de la Bienal en curso] es la que puede dialogar con el arte y la cultura contemporánea", lo que no deja de ser un alarde de elocuencia propio de un vendedor de abstracciones bien cotizadas, y pocas en nuestros días como las mentadas, las culturales. Porque, a fin de cuentas, todo este despliegue de imaginación que nos sacude o extraña con sus propuestas no es más que un ejercicio de mercadotecnia decantado por la vitalidad de una Valencia que, aún lejos de ser la ideal, exhibe una pujanza sin precedentes que clama por una proyección mediática mundial. Un puñado de ciudades aspiran, por lo mismo, a promover su bienal, pero les falta resuello para fajarse con tal desafío y financiarlo.
Decimos, en suma, que debemos juzgar esta iniciativa a la luz de su propósito y resultados tanto o más que de sus contenidos. Reputarla de simple maquillaje, marketing o derroche es quedarse en los pronombres o no enterarse de lo que pasa por esos mundos de Dios en los que se dan codazos y abundan los fracasos con tal de inscribir una cita internacional en el reñido concierto -¿o será mercado?- de la cultura. En este sentido, sería lamentable cancelar el futuro de esta empresa, que lo es, por el cambio de aires políticos o la falta de patrocinios. Como hubiera sido calamitoso que el partido gobernante demoliera la Ciudad de las Artes y de las Ciencias que emergía cuando ganó las elecciones.
Todo lo dicho no excluye la crítica y el varapalo. Más aún, lo reclama, con la ventaja de que esa crítica vivificante multiplica su eco aprovechando la onda de la Bienal. Tal ha ocurrido con la denuncia de los solares en barbecho del centro histórico, las reformas o los desalojos previstos. También eso es cultura democrática y una variedad de marketing que, con cierta dosis de ambición, habría podido propiciar un debate -el debate interminable- sobre la Valencia que crece y la que muere o languidece. Pero percibo que prima la crispación y el encono partidario, como si hostigando la Bienal se moviesen los cimientos del PP, cuando está comprobado que el PP engorda cuando más palo se le atiza.
Hay un apartado acerca del cual habría de hacerse alguna puntualización, y es el referido al proyecto titulado Sociópolis y que tiene todos los visos de ser un farol de los organizadores. Sin solar ni dineros, ¿qué polis se pretende construir? Ya nos hacemos cargo de que los responsables de esta criatura quieran adornarla con las mejores prendas, pero que no nos vendan cabras. Un poco de comedimiento no empece el largo aliento del empeño bienalista. Échenle inventiva, pero no se anden con prisas ni se estrellen contra lo imposible.
DE ESPAÑA
Julio de España, el nuevo presidente de las Cortes Valencianas, ha tenido, en tanto que tal, un bautismo excepcional. Y no tanto, aunque también, por el soslayamiento -¿o es desdén?- de la lengua valenciana, sino por la candidez que reveló para esquivar el envite de un diputado de la oposición. Está verde y, a lo peor, no es la persona idónea para el puesto, algo que no suele preocuparle a quien lo ha designado. Pero ya se verá. Por lo pronto, su actitud y talante nos prometen grandes amenidades en el ejercicio de su función. Precedentes, suyos y ajenos, no faltan. El cap i casal no es la apacible terreta, ni la Diputación de Alicante.
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