El folleto natural
LAS FOTOGRAFÍAS de las publicaciones turísticas han de tener el laconismo y la perfección de un teorema para que, al mismo tiempo que nos invitan a conocer, al "ah, sí, es verdad" le suceda cuando lleguemos la fascinación y no el desencanto. Eso nos pasa esta tarde cuando reconocemos por fin los iconos de este pueblo: a la derecha, una cascada se precipita de peldaño en peldaño hasta el río; a la izquierda, las dentaduras de rocas que coronaban los taludes cubiertos de carrascos y quejigos se han transformado en las ruinas de una pared, en medio de la cual se abre un arco de triunfo en honor al agua, la más obstinada y prolija de las escultoras. Víctimas de la fascinación, sentimos el deseo de sustituir la imagen del folleto por una captada por nosotros. Añadiéndole, como barrera contra la desmemoria, nuestra propia presencia. Subimos al pueblo. Las casas se agrupan al abrigo de una enorme concha de caliza, por cuya charnela asoma a la luz, tras recorrer un oscuro laberinto kárstico, el arroyo que a pocos metros forma la cascada. Su rumor nos envolverá toda la noche.
Ahora, bajo el sol que hace brillar las gotas de rocío, ascendemos hasta las eras por un camino de carros en desuso. Todo está limpio en esta verde llanura dividida por tapias invisibles en terrenos cuadrados, cada uno con su chozo circular de piedras: extraño lugar donde se oye un cóncavo silencio generado por la huida irreversible de un mar de ruidos. Sólo retornan los rosales silvestres, las matas de espino, los chaparros y el muérdago en las ramas peladas de los robles como signo inútil de una antigua fertilidad. Desde aquí, las crestas de los acantilados que se divisan alrededor son como inmóviles proas donde la herrumbre ha madurado bajo el agua y la luz de los milenios, y Orbaneja del Castillo, en lo hondo, parece una exótica perla brillando inolvidable en medio de las sombras verdes de Burgos.
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