Moralista sin moral
Seguramente, de ser tachado de moralista, Richard Ford hubiera prorrumpido en carcajadas. Si algo ha intentado evitar el perspicaz narrador estadounidense, en estas diez vueltas alrededor del adulterio y del abandono, es que se juzguen las conductas de sus personajes, que siguen el impulso del deseo y desencadenan por ello cataclismos en la vida propia y en la de los demás, que por previsibles no resultan menos terribles. Ser moralista es, igual que "el concepto de conocer otra persona -la idea de la confianza, de la intimidad, del propio matrimonio- (...
) algo obsoleto, pasado", y ninguno de los ilusionados ególatras y aventureros sexuales reflexiona sobre el daño profundo que causará, sino en cómo eludir posibles responsabilidades. La voraz agente inmobiliaria, el corresponsal ingenuo o el maduro abogado de éxito, convencido de que "la vida siempre te ofrecía opciones superiores", no entienden de dónde viene el vacío existencial que los empuja continuamente a buscar nuevas "compensaciones". Están desnortados, confusos a pesar de su eficacia profesional y sus apariencias de solidez. Son, sin saberlo, víctimas de la general pérdida de valores.
PECADOS SIN CUENTO
Richard Ford
Traducción de Damián Alou
Anagrama. Barcelona, 2003
358 páginas. 16,50 euros
Richard Ford, diestro en el aviso indirecto, se limita a enfocar momentos cruciales en los que simplemente muestra posibilidades de actuación: camino a una fiesta, la joven esposa confiesa al marido su aventura con el anfitrión; un adolescente va de cacería con su padre, que dejó a la familia por un hombre; un matrimonio desabrido ve amenazada la armonía de su vida acomodada por un cachorro abandonado en el jardín. Inesperadamente una situación cotidiana se convierte en prueba de conducta moral. Y es sumamente deprimente ver qué elecciones toman los personajes de Ford: la mujer atropella con el coche al marido ofendido, el hijo es usado como objeto de diversión, el cachorro acaba en la perrera donde será matado. "Miré a Sallie y vi cómo una lágrima de cristal le brotaba del ojo y resbalaba por su hermosa mejilla suave y redondeada. -Cariño -dije, y le cogí la mano que tenía en el volante-. Todo va bien (...) -Lo sé -dijo-. Lo siento por el cachorro. -Yo también -dije-. Pero hicimos lo correcto. Probablemente estará bien".
En el mundo en que viven estos personajes, las debilidades y desgracias privadas son reducidas a meros accidentes de funcionamiento y ninguno se percata de la magnitud de la tragedia que está viviendo. No existe para ellos una conciencia trágica del fracaso, porque lo niega el conformismo en que están atrapados. Se repiten, en medio del desastre, que lo que les sucede es normal. Por eso prevalece lo deprimente al final de la lectura de Pecados sin cuenta, algo curioso tratándose de unos relatos tan bien contados, discretos metafóricamente pero evocativos, llenos de observaciones incisivas y de caracterizaciones inteligentes. Decimos deprimente, no triste o reflexivo. Ford se abstiene de tomar una postura respecto al engaño, el abuso y la deserción, y no incita al lector a pensar ni provoca un sentimiento, fruto de la comprensión. El resultado de exponer con tal objetividad casos y circunstancias, de los que cada uno remite a más casos y circunstancias secundarios, es que acaban conformando una masa indistinguible y apabullante. El asombro ante la esterilidad emocional de los hechos vence finalmente también al lector, quien, impresionado por el magisterio narrativo de Ford, se preguntará, ¿se puede ser moralista sin moral?
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