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Columna
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El arte de cortar un pelo en el aire

La negativa respuesta dada por el presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, al conminatorio ultimátum del Supremo para que llevase a efecto en el plazo de cinco días "sin demora, pretexto o consideración de clase alguna" el requerimiento de 20 de mayo de su Sala Especial -esto es, la disolución del Grupo Parlamentario de la ilegalizada Batasuna, rebautizado desde hace poco más de un año como Sozialista Abertzaleak (SA)- aspira no sólo a eludir el cumplimiento de la orden judicial sino también a blindarse frente a una eventual acción penal. Esa línea jurídica defensiva del PNV y EA en la Cámara de Vitoria -un buen ejemplo del arte de cortar un pelo en el aire- marcha en paralelo con una simétrica ofensiva política.

El sistema pluralista de libertades garantizado por la Constitución combina de forma a la vez inextricable y contradictoria dos tradiciones diferentes: la democracia representativa y el Estado de derecho. La pugna del PNV y EA con el Supremo se desenvuelve en ambos planos: mientras el principio democrático sirve de fundamento a su reivindicación de la autonomía parlamentaria y de la inviolabilidad de los diputados por las opiniones y los votos expresados en el ejercicio de sus funciones, el imperio de la ley les ofrece la oportunidad de explotar los vacíos, intersticios o puntos ciegos del ordenamiento jurídico.

La estrategia leguleya de Atutxa dictó en primer lugar una reforma -ratificada por la Mesa (el "órgano rector" del Parlamento formado por el presidente, los dos vicepresidente y los dos secretarios)- del Reglamento de la Cámara para que los diputados integrados en un determinado grupo parlamentario pasen forzosamente al Grupo Mixto cuando el partido en cuyas candidaturas fueron elegidos sea disuelto o suspendido por sentencia firme: esta medida permitía llevar a efecto la disºolución de Batasuna ordenada por el Supremo. Pero el Reglamento exige que las resoluciones de carácter general dictadas por el presidente para interpretar dudas o suplir omisiones cuenten con "el parecer favorable" no sólo de la Mesa sino también de la Junta de Portavoces (compuesta por los representantes de los grupos parlamentarios). Con una traviesa voltereta, PNV y EA cambiaron el sentido de su voto entre las dos estaciones del trayecto: sus diputados se opusieron en la Junta a la reforma que sus compañeros de partido habían aprobado en la Mesa con la supuesta -y falsa- intención de cumplir el requerimiento judicial. El objetivo de la argucia era doble: no llevar a efecto la disolución de Batasuna y tratar de salvar a Atutxa de una posible querella criminal. La vía seguida para proteger al presidente del Parlamento vasco de una persecución penal individualizada es ingenioso y tiene cierto fundamento legal: dado que las instituciones forman y expresan su voluntad -una antiquísima ficción ideada en Roma para equipararlas con las personas físicas- mediante sus órganos representativos y decisorios, que necesitan recurrir a la regla de la mayoría para pronunciarse cuando son colegiados, el fiscal deberá dirigir su acción contra la Mesa y la Junta de Portavoces.

La irritación despertada por la maniobra procesal de PNV y EA entre gentes ajenas a las sutilezas jurídicas puede resultar comprensible, sobre todo si se recuerda que su apelación al Estado de derecho camina en paralelo con la invocación al principio democrático. No obstante, sería deseable que los miembros del Gobierno desplegaran mayor mesura al afrontar el problema: el ministro de Justicia olvida que su lugar en el organigrama del Estado no es la presidencia del Consejo General del Poder Judicial y se comporta como la Reina de Corazones -"que les corten la cabeza"- de Alicia en el País de las maravillas. Sin restar importancia al plante de la Cámara vasca ante el Supremo, parece necesario recordar la existencia de un elemento artificioso que da un cierto aire de irrealidad al conflicto y le resta gravedad: ocurra lo que ocurra en el futuro, los siete diputados de Batasuna conservarán sus actas y seguirán ejerciendo sus derechos parlamentarios (incluida la percepción de su sueldo) hasta que la Cámara vasca llegue al final de su mandato en 2005 o sea disuelta por Ibarretxe.

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