Entre el 'más' y el club
El salto de Joan Laporta a la presidencia del Barça tiene algún parecido con el desafío de José Luis Rodríguez Zapatero a la vieja guardia del PSOE en el Congreso que le eligió secretario general. Laporta -como Rodríguez Zapatero, que llevaba muchos años de diputado por León- no es nuevo en estas peleas. En el pasado, fue líder de Elefant Blau, que se estrelló contra el muro del nuñismo y que, en tiempos de crispación, fue demasiado rehén del patronazgo de Johan Cruyff y del odio eterno que éste juró algún día a Josep Lluís Núñez. Sin embargo, pese a este currículo, Laporta, como Rodríguez Zapatero en el PSOE, ha sabido aparecer como renovador. Como el único verdadero renovador de esta brochette de candidatos que el desconcierto barcelonista ha puesto en escena.
¿Cómo lo ha conseguido? En parte, por méritos propios. Con un equipo de gente relativamente joven, preparada, viajada y con buena estrella. Con un discurso poco encadenado a los eternos tópicos del barcelonismo y que suelta lastre en temas que habían sido convertidos en tabúes, como la publicidad en las camisetas. Y con la sensación de ser suficientemente descarado como para no aceptar apaños. Como Rodríguez Zapatero, o sale elegido -aunque sólo sea por nueve votos- y ejecuta su programa con su gente, o se vuelve a casa. Por edad, su alineación no tiene el tono institucional, solemne y encorsetado del palco barcelonista de siempre.
Para conseguir esta imagen también le han ayudado los errores ajenos, especialmente de Lluís Bassat, que es el rival. Lluís Bassat se ha encontrado en una situación de privilegio, que en parte era una trampa que no siempre ha sabido desactivar. Las circunstancias han hecho que disputara la contienda en el papel de titular, al que los aspirantes tienen que desbancar. Al no haber candidato oficial -de la junta saliente-, Bassat -que salía con la presumible ventaja de los votos acumulados en su derrota anterior- ha ido adquiriendo los perfiles de candidato del oficialismo, y él no ha hecho nada para evitarlo, pensando que tenía las elecciones ganadas y que sólo necesitaba ampliar el abanico de representación social para apabullar definitivamente a sus rivales y dejarlos prácticamente fuera de la campaña antes de que ésta empezara. Cuando Bassat se presentó acompañado por lo más granado de los poderes fácticos del país, algunos querían dar la campaña por terminada. Pero Laporta y su gente no perdieron la cara. No se asustaron. Trataron de sacar ventaja de la diferencia de posición: el poder establecido y la alternativa. Bassat, de pronto, pareció anticuado. Volvía el Barça del porró, al que Núñez derrotó. Volvía el Barça de toda la vida, que minimiza las carencias como club para columpiarse en la autocomplacencia masoquista del más que un club.
Las encuestas más fiables dicen que en torno al 60% de los catalanes son simpatizantes del Barça. A algunos les parece poco. Un periodista deportivo exclamó ante este dato: ¿y ahora qué?, ¿ya no podré decir nunca más que todos los catalanes se alegran de las victorias del Barça?, ¿era ingenuidad o cinismo?, ¿no sabe el colega que todas las verdades sociales están construidas sobre grandes mentiras? A mí, el 60% me parece una barbaridad. En el Barça y en cualquier parte. Me provoca aburrimiento. Sensación de bloqueo social: de religión obligatoria.
Con el 60% de simpatizantes, desde el punto de vista de las autoridades democráticas, el Barça debería ser más un problema que una solución. Y su obligación, evitar que un poder tan desproporcionado contamine el conjunto de la sociedad y asegurar que las minorías tengan mecanismos suficientes para no quedar anonadados por esta inmensa mayoría. Pues no, todos quieren estar allí. Convergència i Unió ha visto la oportunidad de meterse donde Núñez no le dejó entrar o la tuvo bajo control, y está presente en todas las candidaturas. Para no ser menos, los socialistas -siempre llegan cuando los otros ya están- han colocado a dos de los suyos con Bassat. Después, unos y otros proclaman la independencia de la sociedad civil y el respeto a la autonomía absoluta del Barça.
En este contexto, Joan Laporta ha sabido escenificar -y la imagen pesa mucho- la renovación, y esto hace que a estas alturas todavía haya partido. Lo más probable es que gane la inercia. Que se imponga -como en la década de 1970- la idea de que el Barça necesita una junta unitaria y representativa de todas las fuerzas sociales de Cataluña, como si en estos 25 años no hubiese pasado nada. Precaria idea de Cataluña tienen quienes todavía cultivan esta retórica.
Cataluña se basta por sí sola. No hace falta que el Barça venga a redimirla. Mientras en el Barça esté la salvación, ni el Barça irá para arriba -como lo fue con dos descreídos en catalanismo como Núñez y Cruyff- ni ayudará en nada a un país que no necesita que sus élites dirigentes se comprometan en un equipo de fútbol.
La elección entre la inercia, vestida por Bassat con elegancia y distinción, y la renovación, presentada por Laporta con cierta soltura en el estilo y sin miedo a los tabúes, puede ser un test interesante del estado de opinión de una parte del país. A veces, los ciudadanos van más deprisa que los líderes institucionales en darse cuenta de lo que envejece. Laporta representa la posibilidad de normalizar el Barça como un club moderno y con ello empezar a liberar al país de esta carga de presión y ansiedad que es el nacionalbarcelonismo. Como a Rodríguez Zapatero -para seguir con la comparación inicial-, habrá que recordarle que con buen estilo y juventud no basta. Y ahí es dónde puede que la gente albergue alguna duda, en un momento difícil en que hay que sacar al Barça del pozo en que lo han metido los dilapidadores herederos del nuñismo. "Más que un club": si hay que escoger entre el "más" y el club, la razón está con el club.
Tengo que reprocharle a Laporta un disparate. No se puede jugar con el antisemitismo. Decirle a Bassat que es "demasiado susceptible" por haberse sentido ofendido en su condición de judío es una frivolidad. Frente al antisemitismo no hay susceptibilidad excesiva.
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