Las orillas de la ambición
Ésta es la primera novela de James Salter, autor de la extraordinaria novela Años luz (El Aleph, 2000) y representa muy bien el inicio de un escritor. Salter fue piloto de caza y combatió en Corea antes de volver a la vida civil y dedicarse a la literatura. Su primera novela es característica porque toma como punto de partida su propia experiencia, la reordena para extraer de ella una idea del mundo y construye desde ahí una historia de apariencia muy sencilla, casi brusca, pero literariamente elaborada, elaborada a conciencia. Lo normal es que un autor se aferre más a su experiencia y la trabaje casi documentalmente que lo contrario: que la saque del mundo de lo real para reinventarla en el mundo de lo específicamente literario. La capacidad de Salter de alcanzar en su primer libro este último fin lo dice todo en su favor.
PILOTOS DE CAZA
James Salter
Traducción de Eduardo Chamorro
El Aleph. Barcelona, 2003
256 páginas. 19,50 euros
Estamos en la guerra de Corea. La ambición de todo piloto es la de conseguir cinco estrellas rojas, lo que significa cinco aviones enemigos derribados. Esas estrellas son la barrera que separa a los ases del resto de pilotos de caza. El capitán Cleve Connell llega como veterano para hacerse cargo de una escuadrilla que aún no ha conseguido un solo derribo. Llega tras un viaje que le hace sentirse "cada vez más insignificante y mortal, como un nadador que se alejara continuamente de la costa", pero "había apostado por la guerra y era presa de una gran excitación" y sabía también que "su capacidad para la aviación formaba parte de su carácter más que de su formación técnica". Agrupa en su entorno a su escuadrilla, que le recibe con la esperanza y respeto que concita un veterano. Sin embargo, dos sucesos comienzan a minar su moral; el primero, la falta de resultados: no hay derribos; el segundo, la llegada de un joven alférez que tiene la suerte de cara y la audacia y los modos del "listo", como le define uno de sus compañeros. Cuando Pell, el "listo", derriba su primer avión, el lado negativo del carácter de Connell se acentúa: "Ahora llevaba una cuenta muy ajustada de las mañanas que antes había desperdiciado y eran demasiadas las ocasiones en las que se encontraba pensando en infortunios".
Pell se convertirá en un as
porque, además de su suerte, cuenta con su capacidad de romper las normas para lograr sus objetivos; Connell, por el contrario, trata ante todo de mantener la coherencia y el apoyo de la formación para evitar pérdidas innecesarias. Una de las individualidades de Pell, coronada por un doble derribo, tiene como consecuencia la muerte de un compañero. Connell exige que Pell se quede en tierra y entonces descubre que para el mando lo que importa es el número de aviones derribados y Pell es un as. Los resultados se imponen a la disciplina en este caso y Connell, a partir de ese momento, queda sólo a la espera de una oportunidad rumiando su ira y su infelicidad. Un viaje a Tokio, de permiso, se incrusta magníficamente en el libro dejando ver el otro lado de Connell, el lado no-militar. Concluido este paréntesis, la vuelta no es más que la confirmación de la situación que Salter plantea: ¿dónde está la victoria? ¿En ser fiel a ti mismo o en buscar el reconocimiento externo de tu propia imagen? A medida que va asumiendo que un ciclo de su vida se acaba, confiesa que "su ambición es no fracasar". A los 25 años es viejo para el oficio de piloto de guerra. Con una sutileza notable y una gran economía expresiva -que no de medios, porque Salter tiene verdadero talento literario- empieza a tirar de los cabos de la compleja madeja de sentimientos y actitudes que anida en Connell. El modo en que mezcla su nobleza con sus resentimientos, sus ideales con sus frustraciones, sus momentos de mezquindad junto a sus manifestaciones de grandeza personal, revela una construcción de personaje muy poderosa. De hecho su antagonista, Pell, está (muy bien) dibujado con cuatro trazos. Es la lucha interior de Connell lo que importa a Salter.
Y en ella veremos concluir la narración. El héroe oficial será Pell, el acto verdaderamente heroico y no reconocido corresponde a Connell; sin embargo, la ambigüedad es tan poderosa como la vida, y en el final de Connell hay algo frustrante y conmovedor a la vez: no hay quien confirme el más importante derribo alcanzado por piloto alguno en toda la guerra; entonces, para salvar el acto, Connell entrega la fama a su compañero muerto, al que debió ser su testigo. El acto en sí se convierte en doblemente grande sólo para el lector. La mentira contiene la grandeza y el sentido último de la vida de un hombre digno de sí mismo y de mejor suerte. ¡Qué bien empezaba su andadura James Salter!
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