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APROXIMACIONES

Literatura y producto editorial

Qué es la novela? Desde fines del siglo XIV, numerosos críticos y autores se plantean regularmente la pregunta sin hallar por fortuna una definición concluyente. De haber dado con ésta, la novela hubiese perdido la libertad y originalidad que la caracterizan para ajustarse a un marco doctrinal o teórico, con reglas fijas y perdurables, como las de la vieja preceptiva clásica: en otras palabras, a una constrictiva camisa de fuerza.

A lo largo de mi vida, he topado con profesores de regla y compás que, dueños de algún secreto o cálculo exacto, decretan lo que es y lo que no es una novela dejando a menudo de lado a las obras más incentivas e innovadoras del género. A las críticas perentorias formuladas en su día respecto a Bouvard y Pécuchet o al Joyce de la madurez, habría que añadir la miopía histórica de quienes analizan las obras medievales y dictaminan, por ejemplo, que La lozana andaluza es un texto "de valor estético nulo" y que "apenas pertenece a la literatura". Prisionero de sus apriorismos y de su rigidez moral, Menéndez Pelayo remata su veredicto de condena en unos términos que merecen su reproducción: "No es comedia, ni novela tampoco, sino un retablo o más bien un cinematógrafo de figurillas obscenas, que pasan haciendo muecas y cabriolas en diálogos incoherentes". El gran polígrafo santanderino -en cuya deuda personal con él no dejo de remachar- ignoraba para desdicha suya esa percepción atemporal que nos permite considerar hoy, en el vestíbulo del tercer milenio, a autores del temple de Fernando de Rojas y Francisco Delicado como contemporáneos nuestros, a diferencia de la larga nómina de coetáneos que, enmedallados como almirantes de la Marina, trepan penosamente, peldaño tras peldaño, a las alturas del Parnaso. Pero el escritor anómalo -y a mi entender todo creador auténtico es una anomalía- busca a sus semejantes a lo largo del tiempo y construye con ellos su genealogía o lo que llamo el árbol de la literatura. La modernidad, tal como la percibimos, circula a través de los siglos y convierte a nuestros antepasados en seres vivos con quienes podemos dialogar fructuosamente.

La modernidad circula a través de los siglos y convierte a nuestros antepasados en seres vivos con quienes podemos dialogar
Azaña escribe: "Lo contemporáneo es distinto de lo actual. Hoy es actual lo que ayer no lo fue ni lo será mañana"
Ahora se escribe para ganar un premio y el premiado suele saber de antemano que lo conseguirá. El único perdedor es el público

En un luminoso ensayo, Carlos Fuentes establecía una diferencia diáfana entre la concepción novelesca de E. M. Forster y la de Mijaíl Bajtin. Para los adeptos de la primera, existe un código de reglas del género a las que hay que acomodarse y respetar. Pero bastantes obras, y no de las menores, del pasado siglo no las respetaron ni se acomodan a ellas, con lo que se sitúan extramuros de la cives narrativa y acampan en el limbo de un estatus incierto. Raymond Russel, Biely, Joyce, Arno Schmidt o Guimarães Rosa -para no hablar de Tristán Shandy, Blas Cubas o de la última creación de Flaubert- no caben en los límites trazados por el novelista inglés y advertimos así que los excluidos nos atraen tanto o más que quienes viven confortablemente en el ámbito de unas normas netas e irrecusables.

La visión de Bajtin es más profunda y vasta. Su lectura de la literatura medieval, desconocedora de la perceptiva clásica, desestabiliza los criterios y conceptos académicos consagrados por la rutina. La perspectiva del gran ensayista ruso borra en efecto las fronteras de los géneros, subraya la asombrosa modernidad de Rabelais y de Cervantes, se extiende a unos tiempos en que la ausencia de reglas favorecía la invención y la improvisación creadora de los repentistas. Gracias a él comprendemos mejor la relación existente entre la tradición oral y la literatura así como la aportación fecunda que nos viene del Oriente hindú e iraní y cuaja en la maravilla de Las mil y una noches.

Nuestra endémica falta de curiosidad

por las culturas ajenas -una grave carencia que no ceso de denunciar- explica que la imagen icónica de la española sea incluso incapaz de abarcar la riqueza de su propio contenido. Borges y Lezama Lima -que no habían leído a Bajtin- fueron los primeros en adentrarse en el aguijador campo literario que se abre hoy a nuestros ojos: el del bosque de las letras. Si la lectura sin anteojeras de Cervantes fertilizó a casi todas las literaturas europeas -y la brasileña, con Machado de Asís-, aprovechó poco a la castellana hasta bien entrado el siglo XX. Américo Castro, señalé en otra ocasión, fue el primero en rescatar entre nosotros al Quijote del panteón nacionalista y patriótico, más hondo que el osario escurialense de los Habsburgo, en el que le habían sepultado los autores del 98, en especial Ganivet y Unamuno. Pero no acerté a dar entonces con un predecesor ilustre del gran historiador: me refiero, claro está, a Manuel Azaña.

A las digresiones y ensayos fútiles sobre lo que es o no es novela desde que el género se impuso a los demás a lo largo del siglo XIX, sucedieron reflexiones más elaboradas como las de Ortega y Gasset, que tanto influyeron en mis pinitos de escritor, primero a su favor y luego en contra, pero siempre con desacierto. Para Ortega, próximo en ello a Forster, "la novela exige que se la perciba como tal novela, que no se vea el telón y las tablas del escenario", a lo que agrega, "con la novela no se puede jugar: impone un decálogo inexorable de imperativos y prohibiciones". Concepción reductiva en la medida en que, junto a una mayoría de ficciones que, conforme sentaba el filósofo, disimulan el proceso de su construcción por el autor, existen otras, como las de los autores antes citados, que no se recatan en mostrar los hilos de la trama y las astucias del tramoyista. Muy significativamente, en su Meditaciones del Quijote, Ortega no dice palabra sobre su estructura insólita y su funcionamiento interno, privándose con ello de comprender las razones de su frescura e inmarchitable novedad.

¿Clásico? Desde luego, pero no a la manera de las obras a las que nos acercamos con respeto, pero con la conciencia de que pertenecen indudablemente a otra época. El Quijote en cambio llega a nosotros, en razón de esa "temporalidad más vasta" de que nos habla Bajtin, como una novela contemporánea nuestra y extraña por consiguiente a la lógica temporal y al rigor de la cronología. En La invención del Quijote, Azaña advierte con su habitual lucidez que "una gran obra poética [...] nos alumbra y descubre [las maneras de sentir] que nosotros virtualmente poseemos, al modo que la sonda artesana perfora la corteza terrestre y hace surtir un caudal apenas creíble, de tan profundo como era […] Esta magia —añade— suscita la posteridad de una obra […] No es la posteridad quien descubre, encumbra o sanciona la virtud de una obra, es la obra misma, según sea de fecunda, quien engendra su propia posteridad".

La posteridad de una obra artística o literaria depende así de su incidencia en nuestra sensibilidad o, para ser más precisos, en nuestra percepción del mundo y de las sociedades que lo habitan, sin límites de tiempo ni localismos culturales. Tomaré para ello un ejemplo en el campo de las artes: ¿por qué los frescos de Luxor y Abú Simbel nos enfrentan a picassos y giacomettis y los percibimos como modernos, y las esculturas griegas o romanas, pese a su aplicada belleza, no? Esa misma sensación de modernidad nos invade igualmente a la lectura de La Celestina, La lozana, la poesía de san Juan de la Cruz o el Quijote: a salto de siglos, llegan hasta nosotros incólumes, son textos contemporáneos de quienes nos arrimamos a ellos. Como decía Bajtin, una creación literaria no puede vivir en los siglos venideros si no se alimenta de los siglos pasados, pues "cuanto pertenece tan sólo al presente muere con él". Dicha observación se ajusta como vitola al habano a la expuesta unas décadas antes por el autor de El jardín de los frailes y, una vez más, lamentamos que la censura política y académica y la pereza intelectual no nos hayan permitido beber en las fuentes del pensamiento de Azaña a tiempo y con utilidad. Es triste comprender que, tras más de cinco lustros de democracia, persiste en muchos campos del saber una discontinuidad cultural que obstaculiza gravemente la recuperación del acervo de autores heterodoxos y republicanos, fomenta interesadamente la desmemoria e induce a tomar por novedad lo que es producto sobado y relumbre de baratija.

"Lo contemporáneo", escribe Manuel Azaña, "es, pues, distinto de lo actual, y en cierto sentido incompatible con ello. Lo actual se obtiene mediante cortes verticales en la cinta del tiempo que transcurre. Hoy es actual lo que ayer no lo fue ni lo será mañana. Lo contemporáneo se establece en la dimensión profunda, penetrando de una en otra capa para abrir comunicación entre una sensibilidad personal de hoy y obras y personas de otros días. Emboscarse en lo actual, poner la sensibilidad al filo de lo actual, suele ser aturdimiento nacido de la frivolidad y conduce a perderse. El ingenuo gustador de cosas literarias que se imagina estar a tono con la sensibilidad del día, no sabe siquiera por dónde va la suya propia ni a qué tiempo pertenece, porque lo actual abarca direcciones no sólo múltiples, sino contrapuestas".

La cita no tiene desperdicio: mientras unos autores —muchos— corren tras la actualidad, cultivan su imagen de marca y persiguen el reconocimiento público, ignorando quizá el carácter efímero de éste (¿quién se acuerda hoy de la mayoría de los premiados con el Goncourt o el Planeta, encaramados un día a la gloria a bombo y platillo?), otros —los menos— buscan su sintonía con la contemporaneidad atemporal, una contemporaneidad que discierne en el pasado la promesa del futuro y camina a tientas hacia un lector virtual: el que creará gracias a la riqueza y profundidad de su propuesta, leída y releída.

La novela de hoy fluctúa entre el guión cinematográfico o televisivo y el lenguaje de la poesía. El equilibrio es precario y apreciamos las obras según su distinto grado de inclinación a estos dos extremos. Si se reducen a un mero argumento o trama servidos por diálogos más o menos teatrales, se convierten automáticamente en candidatas a la codiciada adaptación que visualizará sus vicisitudes y personalizará sus coloquios. Si se acuestan del todo a la poesía, habrá que releerlas como poemas en prosa —o como textos de concepción arriesgada y revulsiva prosodia— en menoscabo de la trama novelesca. Inútil decir que esta última variante es mucho más rara que la primera. El escritor y, sobre todo, el editor quieren vender y por ello producen y promocionan las obras destinadas a una fácil adaptación a la pantalla o al folletín televisivo.

A mi entender, la búsqueda del éxito público a través de los medios audiovisuales prueba una ambición muy modesta por parte del novelista que compone sus obras con la mirada puesta en ellos: la novela es entonces un simple medio y el filme o telefilme el fin. Lo contrario me parece sin duda más aguijador y creativo: introducir el cine y la televisión en el ámbito de la novela y servirse de ellos como materiales brutos para la elaboración de un proyecto cualitativamente nuevo. Es lo que hizo Manuel Puig en sus obras y lo que yo me propuse hacer en La saga de los Marx. La sociedad del espectáculo, agudamente predicha por Guy Debord, contagia irremisiblemente las ideologías y las asimila como un producto más.

Llegados a este punto, debemos evocar con claridad la distinción entre el texto literario y el producto editorial. Ambos son necesarios para el buen funcionamiento de la industria del libro pero, con creciente intensidad, el primero es arrinconado por el segundo hasta ser suplantado por él. El editor vende gato muerto por liebre viva y ésta subsiste a duras penas en medio de una auténtica marea negra de productos de consumo instantáneo, no sé si hormonales o transgénicos. Los sociólogos y otros ensayistas culturales analizan las consecuencias nefastas de dicha situación para la ecología literaria, sin poder con ello darle remedio. Como todos sabemos, la lucidez no vale cosa frente a las leyes del cruel dios Mercado.

Releer a Azaña en dicho contexto resulta a la vez reconfortante y desolador. Reconfortante, por escuchar una voz tan nítida y justa al cabo de los años; desolador, pues las circunstancias que denuncia se han agravado considerablemente desde la fecha en que las expuso:

"La industria del libro, que ha creado el oficio de escritor, tiene que inventar el gran público para dar salida a sus productos. Pero entre el escritor, que produce, y el público, que consume, no hay, mirado en su vastedad, comunicación posible; el gran público es una categoría comercial. De cien lectores, noventa y nueve son poco interesantes; gente cuya opinión y cuya emoción nada importa, aunque sean cabalmente esos que se imaginan recibir por modo directo y personal las confidencias del artista, como si se hubiese creado para ellos, por cuidar de sus almas de cántaro. El autor desprecia a la masa de sus lectores presuntos, y no se cuidaría de ver llegar un libro a sus manos si no fuese por venderlo, pero más le importa vender que ser leído".

Libre de todo esencialismo cas tizo y de las digresiones errabundas sobre la élite y las masas, Azaña apunta al blanco y da en la diana. No dice nada que no sepamos ya en este comienzo del tercer milenio, pero lo dice antes que ningún crítico o escritor español, ignorantes, todavía a estas alturas, de la enjundia de su obra y de lo que históricamente representa. La ironía del último presidente de la Segunda República embebe su prosa, tan bella como incisiva:

"Una de las pocas cosas bien ordenadas que hay en España es este abandono, esta soledad, esta recluida pobreza en que el escritor, si es de ley, vive… Las letras puras no son carrera, chasquean —preciso es reconocerlo con gozo— las ambiciones fútiles del arribismo; hay un instante en que el escritor tiene que optar entre su conciencia profesional y la holgura […] Lo que se resiente ahora [en un régimen democrático] no es la libertad del autor, sino la calidad de las obras […] La posibilidad de reproducir sin término, con ínfimo gasto, el mismo producto, aplicada a las obras de la literatura (o sea el menester de edición transformado en gran industria) erige en Mecenas al consumidor Mecenas más imperioso, más corruptor que los antiguos. Más imperioso, porque su paladar es menos fino; más corruptor, porque brinda con mayor paga".

Dejando de lado por ahora el tema de la pobreza del escritor que es hoy, por fortuna para muchos de nosotros, sólo relativa, un paseo por cualquier Feria del Libro —y pienso sobre todo en la del Retiro de Madrid— nos procura un espectáculo aleccionador: interminables colas de supuestos lectores —y digo supuestos porque en su mayoría compran y no leen lo que adquieren— ante el actor/actriz o presentador/presentadora de televisión, en otras palabras ante el icono mediático que ha perpetrado directamente o se ha limitado a firmar un engendro novelesco cuyo destino será el de las pizzas y hamburguesas mascadas, digeridas y evacuadas en sucio monumento, que se venden en las cadenas de comida rápida. Tengo algunas anécdotas deliciosas sobre el asunto, pero las dejaré para otra ocasión.

En corto y por derecho: nos encontramos aquí con una nueva formulación de la dicotomía entre arribismo y vocación, texto literario y producto editorial. Entre autor que escribe a fin de ser leído y, sobre todo, releído, y el que lo hace a sabiendas para venderse, con menosprecio a la inteligencia de quien compra sus libros. Esas reflexiones me parecen una premisa indispensable para aprehender las dificultades y tentaciones a las que se enfrenta quien, contra viento y marea, apuesta por la literatura. Ésta, a mi entender, debe ser vivida y alimentada como quien cultiva un vicio secreto e inconfesable, no como ganapán ni carrera. Si, como escribí hace tiempo, la adicción literaria proporciona al adicto unos recursos económicos que le ayudan a mantenerla sin traicionarla, aquél pasa de la categoría de yanqui a la de camello o pequeño revendedor: ¡tal es mi glorioso estatus desde hace una veintena de años!

Quiero aclarar aquí que existen casos excepcionales, pero son siempre obra del azar, obedecen a circunstancias imponderables. Cuando García Márquez escribió Cien años de soledad no sabía que se convertiría de golpe en un clásico y en un campeón de ventas: la inocencia se lo permitió. Ahora se escribe para ganar un premio y el premiado suele saber de antemano que lo conseguirá. En ese toca y daca, el único perdedor es el público que carga muy ufano con el gato muerto.

El mercado se presta inevitablemente al engaño consustancial a lo efímero. Manuel Azaña, todavía él, nos trazó un retrato jugoso de ese público ansioso de estar al día, en contraposición al "discreto lector" al que se dirigían nuestros clásicos durante la que Américo Castro llamaba Edad Conflictiva. Dicho Mecenas, dice:

"no es capaz de deleitarse frecuentando una misma obra acabada; es tan grosero, que sólo la impresión de novedad lo emociona; piensa que bajo cada título reciente, el autor se rehace; pide —y si no, no paga— obras nuevas o que se lo parezcan, y casi siempre las obtiene, recibiendo por tales las repeticiones de una misma obra con diferente aliño. A Cervantes le hubiese pedido un Quijote con cincuenta partes, y doscientas novelas cortas. Así trató a Lope, quien, como tantos autores modernos, se dejó aupar e idolatrar por el vulgo a fuerza de arrojarle cientos y cientos de obras abortadas".

¡Cuántos y cuántos Lopes de quinta categoría y escasos Cervantes, no digo de primera pero si de segunda! Parir un libro al año es fácil y provechoso. Candar el pico cuando no se tiene nada que decir, una prueba de dignidad, honradez y a veces heroísmo. El escritor ajeno al mercado y a los oropeles o harapos de la gloria nacional debe ser esa planta del desierto cuyas raíces dan con la vena de un legado caudaloso y atemporal que lo mantendrá en vida, alcanzando así, a través de una contemporaneidad visionaria, el bosque encantado de las letras: la frondosidad soterrada de cinco mil años de existencia humana en la que forjará, con paciencia y amor, su árbol de la literatura.

Éste es el texto que Juan Goytisolo leyó en la Feria del Libro de Madrid, el pasado 30 de mayo, en el Pabellón de Las tres culturas.

Manuel Azaña, en noviembre de 1934, en el barco prisión 'Sánchez Barcaiztegui'.
Manuel Azaña, en noviembre de 1934, en el barco prisión 'Sánchez Barcaiztegui'.FUNDACIÓN COLEGIO DEL REY

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