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De la vocación atlantista de España

Emilio Lamo de Espinosa

A lo largo de las últimas semanas, un buen número de periodistas extranjeros me han asaltado indagando las razones que podrían explicar la posición radicalmente atlantista del Gobierno del PP, que habría alterado las prioridades de la política exterior española poniendo a Washington por delante de Bruselas y rompiendo así el consenso sobre política exterior laboriosamente conseguido durante la transición. Como creo, sin embargo, que esta posición no es tan nueva como puede parecer y es bastante sensata si se matiza adecuadamente, trataré de exponer algunos argumentos a favor según yo los entiendo, no sin antes advertir que ello tiene sólo una conexión remota con el tema de la guerra de Irak. Es decir, se puede ser atlantista convencido y estar en contra de la guerra (como le ocurría, por ejemplo, a no pocos británicos y a bastantes españoles), pero también viceversa, de modo que quizás un moderado atlantismo puede ser una vía para recuperar el (o al menos algún) consenso en política exterior, hoy, más que deteriorado, prácticamente enterrado.

La primera razón de ese firme atlantismo, y ésta sí ha sido explicitada con reiteración por el Gobierno, es, sin duda, el antiterrorismo. Que ETA y sus derivados sean, como son, el principal problema político de España permite comprender que frente al 11-S y la puesta de largo del megaterrorismo, este Gobierno se siente más próximo a la percepción de amenaza de los americanos que a la europea. La colaboración antiterrorista de EE UU parece culminar así una estrategia de aislamiento internacional de ETA que comenzó con la colaboración con Francia, pero que ha continuado con importantes medidas tomadas el año pasado en el marco de la UE a impulso del 11-S y de la presidencia española. Puede que la opinión pública española no perciba la relevancia de esa colaboración (como sí percibe, afortunadamente, la de Francia), pero sin duda parece ser importante para el Gobierno más allá de los rendimientos que pueda estar produciendo y sobre lo cual carezco de información alguna (aunque la inclusión de Batasuna en la lista de grupos terroristas es un paso de gran importancia).

La segunda razón afecta plenamente al proyecto mismo de Europa, a la Europa que interesa a los españoles. Pues al poco de que España se integrara plenamente en ese proyecto la ampliación lo desequilibra posicionando de nuevo a España en los márgenes surorientales de la Unión. Se comprende que, en tanto Alemania sea el núcleo duro de Europa y Francia el gestor político de Alemania, ambos países estén interesados en una Europa geográficamente continental, políticamente federal y que (económicamente) reproduzca sus estructuras internas proteccionistas, una Europa que corre, pues, el riesgo de transformarse en una Europa-fortaleza. El creciente desinterés de Europa por América Latina, e incluso por el Mediterráneo, refuerzan ese riesgo.

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Pero a España le interesa una Europa abierta y atlantista que la vincule con América Latina (como Gran Bretaña la vincula con América del Norte), y en ese proyecto nuestras alianzas naturales son, por supuesto, Portugal y el Reino Unido, y no un supuesto eje que vaya de Francia a China pasando por Alemania y Rusia, que es más un quilombo que una alianza y que nos proyectaría en dirección equivocada. Por lo demás, si Europa tiene dificultades para articular una política exterior común (y en eso Irak es efecto más que causa), carece por completo de posibilidad de articularse a corto plazo como un espacio de seguridad autónomo. E incluso si estuviera dispuesta a hacer el esfuerzo presupuestario necesario (y ni la coyuntura económica ni la política ayudan nada), tardaría no menos de quince años (y probablemente más) en alcanzar resultados tangibles, de modo que pretender construir Europa contra los Estados Unidos es una temeridad que quizás puede permitirse Francia, pero que nosotros, como los países del Este, debemos evitar (y que explica la postura hacia la guerra de Irak de los halcones Havel, Michnick, Geremek o Enzesberger). La Europa que a España interesa no es, ciertamente, una Europa débil ni menos insegura y, para evitarlo, el eje franco-alemán es imprescindible. Pero no es suficiente, como ha puesto de manifiesto el aislamiento de Francia (o, para ser más precisos, de Chirac) en la OTAN primero y en la UE después. Estamos muy lejos de la Europa de los años ochenta, y la del futuro es otra, abierta a la globalización, competitiva y que mire al oeste y también al sur.

Y el sur de Europa es ciertamente otro de los argumentos. El diferencial de renta per cápita entre Europa y el Magreb es de 1 a 12, el mayor de cualquier frontera del mundo, dos veces mayor que el existente entre México y los Estados Unidos. Si sobre ese dato añadimos el diferencial demográfico entre ambas orillas del Mediterráneo, la acelerada urbanización de la ribera sur, la inestabilidad de sus "democracias" y el fundamentalismo islámico, el riesgo de que España se encuentre (de nuevo) en la frontera de un conflicto histórico de civilizaciones dista de ser baladí. Por supuesto, nos corresponde hacer más que a nadie para evitarlo y debemos estar en la vanguardia del todavía imprescindible NAFTA sobre el norte de África y de la resolución del conflicto palestino. Pero también nos corresponde prever su posibilidad, por improbable que parezca hoy (y cada vez lo es menos). Pues bien, la experiencia histórica remota (Sáhara) y reciente (Perejil) pone de manifiesto que en este tema poco podemos esperar de nuestros vecinos y ni siquiera de la UE. Que haya tenido que ser Colin Powell quien garantizó a la postre la buena solución de la crisis de Perejil (ridícula en sí misma si no fuera por ser un test en toda regla), es un dato que no debemos olvidar. Por decirlo en lenguaje diplomático: España debe conservar y reforzar su tradicional amistad con los países árabes, pero no puede olvidar que el principal riesgo para nuestra seguridad está también allí y que, frente a ese riesgo, la UE se vería diplomáticamente paralizada y sería (al menos en el corto plazo) estratégicamente impotente.

Y finalmente, la otra gran prioridad de la política exterior de España: América Latina. Que cubre, por supuesto, una historia y una cultura común, pero también cuantiosas inversiones de las que depende un buen pellizco de nuestro PIB: nada menos que un 7% de los beneficios netos de las empresas que cotizan en Bolsa y un 1% del PIB en exportaciones a la región. Pero América Latina está cada vez más lejos de Europa y más cerca de los Estados Unidos, pues el viejo "patio trasero" de la República Imperial empieza a ser industrializado y el primer inversor en el continente es, por supuesto, Estados Unidos. América Latina tiene hoy dos importantes capitales económicas: una está en Madrid, pero la otra está en Miami. Pues bien, si algo muestran las crisis recientes (en Argentina y otros países) es que la seguridad de la inversión española en América Latina (la seguridad de la riqueza de nuestros inversores, la mayoría fondos de pensiones, por cierto), tiene bastante más que ver con la política exterior de los Estados Unidos que con la de la UE.

Pero en el marco americano hay bastante más en juego para España. Actualmente hay dos grandes melting-pot de la "iberoamericanidad" en gestación, de una verdadera "hispanidad". Uno de ellos es, sin duda, España, y la emigración latinoamericana (lo veremos más y más cada día) es uno de nuestros principales activos, especialmente frente a una Europa envejecida e incapaz de gestionar positivamente sus flujos migratorios. Pero el otro gran melting-pot de la hispanidad son los Estados Unidos. El pasado mes de enero, la Oficina del Censo anunciaba que los 37 millones de hispanos de ese país eran ya la primera minoría étnica (si es que ese sustantivo puede utilizarse para aludir a un grupo cuya fusión es puramente cultural), pero serán 50 millones en el 2015. Sabemos además que su volumen de gasto equivale casi al PIB de España, de modo que EE UU es ya, en cierto modo, el tercer país hispano del mundo tras México y Colombia y a la par con España. No creo que los latinos sean la natural constituency de España y me parecería muy arriesgado pretender nada parecido. Pero es indiscutible que algo muy nuevo y próximo está emergiendo allí, con la importantísima posibilidad (aún muy insegura, es cierto) de que Estados Unidos llegue a ser un país bilingüe (lo que depende, entre otras cosas, de lo que hagamos nosotros). De modo que América Latina está saltando desde el río Grande hasta Seattle y Chicago, y tanto el sur como el norte del continente son territorio de especial interés para España, que, por ello mismo, necesita una Europa abierta al Atlántico, pero también una buena relación con Washington.

Todo ello, si se piensa sosegadamente, dista de ser nuevo. Que las prioridades de la política exterior española son el antiterrorismo, Europa, América Latina y el Mediterráneo, forman el eje central de nuestra diplomacia, sin duda, desde la transición o incluso antes, y es aceptado sin dificultad por la opinión pública. Así, el Barómetro del Instituto Elcano de noviembre pasado mostraba que las prioridades en política exterior de los españoles eran claras: Europa (62% en 1ª opción), América Latina (39% en 2ª opción) y Mediterráneo (15% en 2ª opción). Pero, curiosamente, también en segunda opción, pero por delante del Mediterráneo, figuran los Estados Unidos, con un 22%. Lo que cambian no son, pues, las prioridades, sino las circunstancias sobre las que proyectar esas prioridades. No es la estrategia, sino la táctica, lo que debe modularse exigiendo que al polo tradicional de Bruselas (y de sus dos motores: París y Berlin) se sume el de Washington. Si España estuviera en los años ochenta, fuera aún pequeña y estuviera ensimismada en los problemas de su articulación democrática, nada de esto sería necesario. Que hoy lo sea es mérito, entre otros, de quienes pusieron los cimientos de una España dinámica, abierta al mundo e internacionalizada, y que, por ello mismo, no deben menospreciar que, para llegar al mismo sitio, hoy puede ser necesario manejar más variables.

Lo que significa, finalmente (y no es poco), que el atlantismo no es ni puede ser "la" política exterior de España. Es una de sus dimensiones principales y por ello matiza todas las demás. Pero sin sustituirlas en absoluto. De modo que debemos sortear el riesgo de que este atlantismo perjudique algunos de los vectores tradicionales, y para eso necesitamos una buena diplomacia con mayores recursos. España es relevante en Europa porque es también Iberoamérica y es relevante en América Latina porque es también Europa. Eso lo sabemos todos. Pues bien, lo que empezamos a intuir es que, además, España es relevante en Estados Unidos porque es Europa e Iberoamérica al tiempo, pero también viceversa. No es un juego de suma cero, y por ello ni Bruselas (y menos París) puede exigir que España renuncie a su vocación atlántica ni Washington, por supuesto, que renunciemos a Europa o América Latina. En resumen, no debemos poner todos los huevos en la misma cesta, en ninguna de ellas. Y por ello no debemos permitir que nadie nos diga "o conmigo o contra mí".

Emilio Lamo de Espinosa es director del Real Instituto Elcano. Este trabajo refleja únicamente sus opiniones personales.

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