Guerra y elecciones
¿Ha influido la guerra de Irak en las elecciones municipales y autonómicas? A falta de encuestas poselectorales, cabe considerar que el efecto guerra ha resultado marginal en unos comicios dominados por otros factores. Quizás la política de Aznar en el conflicto haya servido para movilizar una parte del electorado de la izquierda, pero esta perspectiva ha impulsado, como reacción, a parte de los votantes del PP a movilizarse. El Partido Popular ha tenido suerte: si la guerra hubiera tenido la misma duración que la del Golfo de 1991, 61 días, hubiera alcanzado casi de lleno los comicios. Pero no ha sido así. Ha sido una guerra rápida, y prácticamente no vista en sus efectos más devastadores. Y permitió al PP agitar la bandera de la lucha contra el terrorismo, aunque no tuviera que ver nada con la guerra antes de que ésta se produjera. Posiblemente sí después.
El movimiento del no a la guerra fue esencialmente social, casi espontáneo, y no estructurado ni canalizado políticamente. Menos, desde luego, que el caso del Prestige o la huelga general de origen sindical antes que político. Esto quedó reflejado en las encuestas que se publicaron por entonces: con la crisis de Irak, el PP bajó en intenciones de votos, pero no subió un PSOE obsesionado por evitar que Izquierda Unida le adelantara en su posición contra la guerra. Pasada ésta, y pese a las dificultades de la posguerra, aunque persista el descontento (que también ha bajado), se han disipado sus efectos políticos.
Lo que lleva ahora a plantearse si, tras las elecciones, va a persistir el Gobierno de Aznar en su política exterior y de seguridad, o, por lo contrario, va a encauzarla hacia aguas más propias del consenso habitual. La cuestión del tipo de relaciones a mantener con la Administración de Bush es quizás la central. Son numerosos los norteamericanos que preguntan si esta política va a persistir después de Aznar (gobierne su sucesor como candidato del PP o Rodríguez Zapatero) y si realmente tienen que estar agradecidos al actual presidente del Gobierno o a "España". Es una cuestión abierta. Mientras, la cuestión que ha surgido es hasta qué punto puede el Gobierno llevar a cabo una política exterior de espaldas al Ministerio (no a la ministra) de Asuntos del ramo, y con una gran parte de ese complicado mundo de los diplomáticos en contra.
En otros ámbitos, ya antes del 25-M, Aznar marcó algunas distancias respecto a EE UU, por ejemplo, en su recibimiento a Jatamí (pese a algunos comentaristas más fundamentalistas que el presidente iraní) o en su tratamiento de Siria. Y especialmente en su enfoque del proceso de paz entre palestinos e israelíes. La visita de Ana Palacio, como antes la del Alto Representante europeo, Javier Solana, a Arafat, en contra de Sharon, va también en esa dirección. Con Marruecos, afortunadamente el entendimiento se estaba recomponiendo, y el atentado en Casablanca puede haber contribuido aún más a él, aunque persistan muchos problemas. Falta, también, reconstruir las relaciones con México, dañadas cuando el presidente del Gobierno pasó por la capital de camino al rancho tejano de George Bush.
Y en cuanto a Europa, además de las negociaciones propias de la Convención constitucional, Aznar abogó este mismo mes ante un grupo de senadores de EE UU en favor del entendimiento de Washington con Francia y Alemania. ¿Será suficiente para rehacer el consenso o las relaciones con París y Berlín? Probablemente no, y las confesiones a Timothy Garton Ash muestran un Aznar con una visión poco europeísta, o si se prefiere, con otro europeísmo.
Todo lleva a pensar que en la recta final de su mandato se verá a un Aznar hiperactivo en el terreno exterior. Podemos asistir al efecto contrario al que la guerra ha producido en Blair: casi una parálisis en el tema europeo. Salvo que el británico sorprenda convocando un referéndum sobre el euro.
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