Con fe y sin esperanza
Lo malo de las jornadas de reflexión electoral, para el articulista de los sábados, es que a él siempre le tocan, y uno no sabe bien qué hacer, si distraer la atención del distinguido público con relatos pintorescos o lanzar en esta fecha una sentida loa a las virtudes de la democracia, apelando a la participación civilizada y glosando de paso la grandeza de Walt Withman y Pericles. Pero lo cierto es que estas elecciones (como todas, por otro lado, de las que se celebran en el paisito de un tiempo a esta parte) tienen un aire plebiscitario que resulta molesto y turbador. Aquí o todo sigue igual o el cambio será enorme. Las elecciones vascas siempre tienen algo de promisorio, aunque uno considera que falsamente promisorio.
Soplen o no vientos de cambio, siempre soplan en el paisito malos vientos. El cuerpo electoral está dividido en dos, como un melón atravesado por un afilado cuchillo, y no parece que el melón pueda recomponerse. Ganen unos u otros, ganará una parte del melón. Y el melón como tal, si sobrevive, es de milagro.
Uno siempre se ha inclinado en estos días a la glosa laudatoria de las virtudes democráticas, pero en esta ocasión uno tiene menos ganas: va a haber mucho voto nulo (más bien voto anulado por los sumisos jueces de la corte) y va a haber también mucho votante acompañado por escoltas, lo cual representa la forma más indigna de democracia tutelada que quepa imaginar. Incluso hace algunos días, la siniestra banda de pistoleros, cuya única forma de hacer política es desparramar la sangre de los otros, se permite intervenir públicamente y tomar parte en la campaña.
En estas condiciones, toda retórica democrática resulta un poco vergonzosa. Quizás lo mejor sería dedicar la jornada a lo más propio, a reflexionar. Podemos elucubrar sobre cuándo harán la bilbaína línea 3 del metro, o si la autopista Bilbao-Behobia dejará o no de tener peaje. Podemos elucubrar incluso sobre la fascinante proposición de Unidad Alavesa, que reclamaba para la provincia una universidad propia con absolutamente todas las titulaciones, sin reparar en los impedimentos que suponen para el proyecto los estudios de náutica. Sí, podemos elucubrar sobre todos esos temas locales que, en unos comicios vascos, carecen por completo de importancia.
A uno le gustaría vivir en una aburrida democracia europea, en una democracia pequeñoburguesa, de esas de las que echaban pestes los intelectuales del PP cuando aún eran polimilis. A uno le gustaría una democracia tranquila donde discutir sobre temas importantes, por ejemplo, en mi ciudad, por qué demonios los camioncitos que cepillan las aceras trabajan siempre en hora punta, molestando a todo el mundo, y no de madrugada; o por qué las grúas municipales acechan como depredadores en la plaza Campuzano, donde los coches no molestan a nadie, y no unos metros más allá, en el cruce de Doctor Areilza con Rodríguez Arias, donde obturan los pasos de cebra con total impunidad.
Esa lógica municipal carece de sentido en el paisito, cuando la dialéctica nacionalismo-constitucionalismo devora todas las energías y ocupa todos los pensamientos. Deberíamos votar como hacen los anglosajones, en virtud de intereses muy concretos y de la atención de los candidatos a los votantes de su circunscripción. Pero aquí todo eso es rigurosamente imposible. Los votantes venimos determinados por impulsos más o menos patrióticos y los políticos, por su parte, no deben lealtad a sus votantes, sino a los burócratas de partido a los que deben su puesto en la plancha electoral.
Sin esperanza, pero acaso aún con algo de fe, uno irá mañana a dejar en las urnas sus papeles. Y volverá a casa con la amargura de comprender que esta es una democracia incompleta, una democracia que hace aguas por todos lados, aunque la mayoría prefiera fijarse sólo en los boquetes que padece su propia lancha.
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